Café Montaigne 331: Hemingway y la ‘locura divina’
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En cuatro generaciones de la familia Hemingway, siete de sus miembros se han suicidado. ¿Hay entonces un germen hereditario por lo cual es imposible salvarse y todo desemboca en un terrible y salvador suicidio?
La locura viene de los dioses y de las musas. Hay una locura terrena, de humanos, por enfermedades de humanos; pero hay otra forma de locura, es algo divino. Ésta viene o corresponde a cuatro divinidades: Apolo la asigna a la inspiración profética, a Dionisio se le achaca la mística, a las Musas la locura poética y la locura erótica a Afrodita y Eros.
La anterior taxonomía es de Platón, aparece esta definición en “Fedro o del amor”. Los escritores, tocados irremediablemente por el hálito de la melancolía (para irnos directamente y también por la situación o estudio de la antigüedad de los cuatro humores o flemas del ser humano), son tentados por la locura divina. Pero esta locura, aunque inspira (sigamos con Platón) las obras más excelsas y perfectas, lleva invariablemente a “entregarse a los dioses”. Es decir, a la muerte.
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En la revista semanal “360”, de esta casa editora, hace algunas ya buenas lunas publiqué un díptico sobre Ernest Hemingway, el cual fue bien leído y replicado. En la revista y a través de la columna de gastronomía abordé la arista culinaria del escritor y periodista ganador del Premio Nobel. Pero hoy y en esta tertulia de “Café Montaigne” nos vamos a zambullir en otras aristas igual de interesantes, como su veta culinaria.
Nos vamos a sumergir en la vida personal y tormentosa (igual de varios de los personajes de sus textos, siendo modelo arquetípico él mismo) del norteamericano Ernest Hemingway (1898-1961), quien vivió asediado por los demonios de los dioses y las musas. Es decir, sus propios demonios materializados o encarnados en su madre, a la cual culpó no pocas veces del suicidio... de su padre.
Vaya pues, le gritaba y le definía como “perra”. Hoy todo se trata de explicar a través de enfermedades, las cuales reciben bautizos para sujetarlas en corsés de una realidad asfixiante. Hay un ensayo de diez páginas de un prestigiado doctor (Christopher D. Martin) el cual leyó toda la obra de Hemingway sólo para dar un veredicto médico, el cual ya conocíamos y sin ser doctores: “trastorno bipolar”.
Este año se cumplen 64 años de la muerte del Premio Nobel de Literatura. Un año más y será número redondo, pero vaya, a quién le interesa esa basura. Todos los años hay que releer a Hemingway. Al maestro Hemingway se le asocia, con justa razón, con la rudeza, con el vigor físico, con la naturaleza. Ernest cultivó bien su leyenda de amante de la caza y la pesca (“El Viejo y el Mar”, claro), a la par de ser un amante de la buena vida: la comida y la bebida hasta el hartazgo.
Herido de gravedad en la Primera Guerra Mundial, su literatura y periodismo están entonces impregnados de harto fatalismo donde se explora el vacío existencial (no hay mañana, es sólo hoy). El ser humano siempre está solo ante el mundo, hay una cierta imposibilidad de relacionarse con algún humano de tiempo completo (una mujer), y la soledad y, al final del túnel, el suicidio son la solución.
ESQUINA-BAJAN
Pero en medio y ante esta pérdida de fe en un futuro, el cual no existe, sólo nos queda entregarnos mientras tanto a los apetitos inmediatos del ser humano (satisfactorios y distractores a la vez): el sexo, la bebida, la comida. Viene lo duro, lo fuerte: en cuatro generaciones de la familia Hemingway, siete de sus miembros se han suicidado.
¿Hay entonces un germen hereditario por lo cual es imposible salvarse y todo desemboca en un terrible y salvador suicidio? Sí, lo leyó bien lector: salvador suicidio. Y este es un problema en nuestro Saltillo y nuestro Coahuila de ignorancia, el suicidio es visto como un problema. Pero para los tristes de alma y corazón, ellos lo ven como una solución.
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Avanzamos. No pocos personajes salidos de la pluma del maestro Ernest piensan y deambulan con el suicidio en sus enjutos hombros. Casi todos sus personajes son víctimas de la terrible ictericia (están atiriciados y beben licor a litros) y caminan por la vida con una cruz de melancolía en la frente, como un perpetuo Miércoles de Ceniza.
La escena es muy conocida y ha sido narrada montones de veces: el domingo 2 de julio de 1961, el escritor se levantó temprano en su casa de Ketchum, Idaho. Había salido hacía poco de una clínica de rehabilitación. Hemingway tenía 62 años y pesaba apenas 90 kilos, una sombra de sí mismo. Era alcohólico, tenía asaltos de paranoia, ya no escribía nada, no podía empuñar su pluma, pero sí una arma.
Disminuido físicamente, su virilidad ya estaba afectada, era un recuerdo macilento. Preso de su pegajosa y triste realidad, ese día decidió poner fin a sus letras y su vida: se pegó un escopetazo en la frente, en plena cara.
¿Hay un gen hereditario que induce invariablemente y sin salvación alguna al suicidio? Tengo documentados varios casos de hermanos que se han suicidado en familias coahuilenses, lo cual ya es una pandemia. El padre de Ernest se suicidó (igual que el escritor, de un tiro en la cabeza). Arrastró con esto toda su vida. Al día de hoy, de esta familia, de este linaje, van siete suicidas (hay una de ellas, bella como pocas, la nieta Margaux).
LETRAS MINÚSCULAS
La actriz y nieta, Mariel Hemingway, escribió un libro perturbador el cual subtituló: “Superar el legado de enfermedad mental, adicción y suicidio en mi familia”. ¡Puf! Sin palabras.