Café Montaigne 336: Reflexiones sobre el tiempo y la soledad

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La soledad es ese demonio al cual todo mundo teme y, por eso, la eterna tragedia de buscar compañía
El texto de nuestra pasada tertulia fue bien replicado. Agradezco todos sus comentarios. Fue ese viejo tema llamado “tiempo”. Y no hay nada tan viejo y tan nuevo como perder el tiempo, hacer tiempo, olvidarse del tiempo, regalar tiempo (se puede, se lo voy a probar) o, de plano, uno es el dueño del tiempo. No al revés. Nunca.
Un día fui niño, luego joven. Pero usted lo sabe, siempre he querido ser viejo como mi padre, el sastre de oficio, José Cedillo Rivera. Eso de la juventud nunca se me dio del todo. Yo admiraba la galanura, la presencia y la belleza de mi padre; siempre bien vestido, siempre almidonado, siempre con saco en sus hombros. Cuando me sacaba a pasear e íbamos de la mano a hacer algún trámite a las oficinas de gobierno en la ciudad, me espetaba: “mira hijo, vamos a esa cafetería a tomar algún licuado o café. Vamos a dejar que los burócratas se instalen en sus oficinas. Es necesario regalarles tiempo...”.
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¿Lo nota? El tiempo se regala. Se puede regalar. Sin pretensiones, sin orden ni concierto. Tal vez por ello toda mi vida me he hecho pendejo, dilapidando el tiempo. ¿Usted pierde o gana tiempo? ¿Cómo para qué? Si no tengo juntas o asuntos de trabajo en el día, sigo andando conmigo mismo y, claro, me hago pendejo. No batallo en lo más mínimo, pues.
El día avanza, pero sigo estando solo y en soledad. De hecho, si tengo algún traslado largo, no camino, uso el autobús o combi urbana. Las pocas de las cuales hoy existen. Veo rostros a un lado, en mis vecinos de asiento, pero los rostros dicen estar en soledad. No todos, claro. Aquí se manifiesta la proliferación de la masa urbana y esos sentimientos conocidos como soledad, tristeza, depresión, desdicha, ira siempre a punto de explotar, desinterés y timidez. Esos sentimientos los cuales florecen en cualquier humano, en cualquier ciudad mediana, los cuales retrató ese escritor triste y melancólico, Juan Carlos Onetti.
Ya luego, aquí en México, la migración del campo a la ciudad haría crecer a personajes violentos, sentimentales y retraídos (taimados, de plano) de José Revueltas. O bien, estos seres humanos son también los oficinistas de Mario Benedetti o el México de hoy, preñado de espanto y terror (los decapitados a puños) ya en estado catatónico, con los múltiples campos de exterminio (no es la Alemania nazi, es México) diseminados en todo el país.
Dijo José Alfredo Jiménez en su reconocida tonada: “Las ciudades destruyen las costumbres...”. Y sí, provocan la más atroz soledad. Hace mucho, mucho tiempo le tememos al demonio de la soledad. Y la soledad no pocas veces es eso, estar en soledad harto tiempo. Por extensión, se le teme al diablo del silencio. El antiguo y bíblico profeta Ezequiel asegura en su libro lo siguiente: Dios encamina a los hombres, a nosotros los humanos, a la soledad del desierto para “litigar con ellos cara a cara”. ¡Ah, palabras sabias!
ESQUINA-BAJAN
Pasado, presente y futuro convergen siempre en el instante, lo dijo Albert Einstein. El problema es uno: estamos ciegos, sordo y mudos para ello. La única y última frontera está en nosotros: la soledad. Por extensión, la soledad y el tiempo indefinido. El demonio no tiene cuernos, lengua afilada y pezuñas de macho cabrío, no; la soledad es ese demonio al cual todo mundo teme y, por eso, la eterna tragedia de buscar compañía, “compañía”, la cual ahora son redes sociales.
Los hermanos cristianos, tan dados a buscar un demonio o un diablo (etimológicamente, quien “divide”) en todo, tan dados a depositar en factores externos nuestras penurias y agobios, vienen alertando de algo siniestro: la web, Internet, es el demonio (Kimberly Daniels, en su libro “El Diccionario sobre los Demonios”). Sin ir tan lejos, aquí adentro, en cada ser humano bulle un caldero hirviente del cual no sabemos ni queremos saber nada. ¿Ser nosotros mismos, estar en paz con nuestra soledad? Pocos lo practican. El tiempo muerde, engaña; es un demonio.
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Todas las mañanas, desde hace años a la fecha, tengo mi rutina de vida al despertar: pongo un filtro nuevo y relleno el depósito de mi cafetera con un buen café de grano. Agrego agua purificada y espero. Poco a poco mi habitación, mi recámara se van llenando de ese grato olor a café recién hecho. Mientras tanto, escucho música. Música, cualquiera de la radio, sólo para ambientar y sin poner atención en ella.
Usted lo sabe, tengo años viviendo solo. Las musas vienen y van, y con la cual ahora salgo, pues, como siempre, no es de aquí, de este pueblo, es de Monterrey. Vivo solo, por lo cual sé de mis palabras al hablar de la soledad, del silencio y ver pasar el tiempo. Luego de encender mi cafetera y esperar mi primer café del día, al cual le seguirán en secuencia sorda no menos de cinco tazas más, tiendo mi cama. Tropiezo con mi sombra no pocas veces y, claro, le hablo en voz alta.
Yo le hablo todos los días. Somos personas (“personae”, etimológicamente: “suena por sí mismo”). Duns Scoto definía el misterio de la persona como “la última soledad del ser”. Siempre, siempre le pido a Dios un poco de tiempo por las mañanas. Maldita sea, ¿y qué es el tiempo?
LETRAS MINÚSCULAS
“En las áridas arenas del desierto mora mi vida...”, dice un verso del poeta y escritor Antonio de Galicia y Rivera. Le creo.