Hermoso lugar de Coahuila es Candela, rico en historia y tradiciones, riquísimo en sitios naturales de gran belleza. Los hechos y los dichos de su gente son para figurar en una antología del ingenio popular. Recordaré este día algunas anécdotas que oí en las ocasiones en que he tenido la fortuna de ir a Candela.
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Un cierto individuo, parrandero señor, y casado, llegó al domicilio conyugal a eso de las 7 de la mañana después de haberse corrido con sus amigotes una noche de juerga. Su esposa, por supuesto, estaba de muy malos fierros.
-Voy a darme un regaderazo –le informó el sinvergüenza a su mujer con prepotente acento de macho dominante–. Cuando salga hazme un par de tibios.
Le contestó la señora hecha un basilisco:
-¡Ponlos en la llave del agua caliente y duros se te han de hacer, cabrón!
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Don Leobardo Coronado, albañil, era célebre por sus ocurrencias. Parsimonioso al hablar, usaba un florido lenguaje lleno de circunloquios y elegancias. Larga conversación sostuve un día con él, y me dejó maravillado por su sabiduría y su humildad. Me dijo entre otras muchas cosas:
-No soy más que un burro cargado de olotes, licenciado. Pero no hay hombre que sea más que otro. Si quiere nos ponemos a platicar. Usted me da de sus olotes y yo le doy de los míos.
El jefe de la estación del tren le encargó a don Leobardo que le construyera una pequeña bodega de block para guardar algunas herramientas. La paga se convino por jornada. Llegó el albañil el primer día, y en 8 horas de no mucho trabajo lo único que hizo fue clavar una estaca en el suelo y trazar unas rayas con cal.
Cuando a primera hora de la mañana siguiente llegó el funcionario y vio aquello. Se había arreglado con don Leobardo para pagarle por día, no por obra, y eso lo preocupó.
-Maistro −lo reconvino con severidad−. Ayer no hizo usted nada.
-Señor −le contestó muy serio don Leobardo−. Usted sabe muy bien que cuando los circos llegan a un pueblo el primer día se les va siempre en remendar la carpa y sacar al chango para que se revuelque.
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Una señora de Candela se disponía a merendar con su marido cuando llegó de visita una vecina. Al servirle el café a su esposo a la señora se le resbaló la taza, y el ardiente líquido cayó sobre el rotundo vientre del hombre, que era dueño de una voluminosa panza.
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La señora, preocupada, se apresuró a secar con el delantal el ardiente líquido que había caído sobre su consorte.
-No se apure tanto, comadrita −la tranquiliza la vecina−. Pa’ cuando el café le llegue a las verijas ya se enfrió.