Hace calor. (Lo hacemos)

Opinión
/ 17 junio 2024

Allá por los años 60 del pasado siglo, don Francisco Aguirre González estaba una tarde en la Alameda, meditando, cuando de pronto se sintió arrebatado por una fuerza extraña que lo subió tan alto que pudo ver el globo terráqueo del tamaño de una pelota de ping pong.

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En el curso de ese viaje estratosférico don Francisco, que vivía por la calle de Colón, pudo darse cuenta de muchos fenómenos que nunca los astrónomos habían podido contemplar. Uno de esos eventos de consecuencias mundiales fue que las huertas de Saltillo se estaban acabando. La ruina de las huertas de San Lorenzo, pensó el señor Aguirre al regresar de su periplo por el cosmos, traería consigo una sensible alteración en el clima del planeta. Labor de humanidad, por tanto, sería volver a plantar en esta ciudad membrillares y árboles de perones, sin mengua de durazneros, manzanos, higuera, granados y nogales, ya que eso contribuiría a salvar la Tierra, empresa de no poca importancia si se considera que es la casa común de todos los hombres: pasados, presentes y futuros.

Nadie tomó en cuenta la sabia admonición de don Francisco. Los profetas nunca han corrido con buena suerte entre nosotros. Recuerdo a un locutor de radio que instruía a Harry S. Truman sobre la inconveniencia de lanzar una segunda bomba atómica después del susto que la primera provocó.

-¡No lo haga usted, mister Truman! −clamaba con angustia el locutor en los micrófonos de una emisora local−. ¡No aviente otra bomba! Aquí en Saltillo ha estado tronando retefeo. ¡Suspenda inmediatamente los bombardeos atómicos, por el bien de esta ciudad que ningún mal le ha hecho y que antes, al contrario, recibe cada año con los brazos abiertos a cientos de sus conciudadanos!

Se refería el locutor a la escuela de Cuquita Galindo, que anualmente recibía, en efecto, a muchachas y muchachos norteamericanos y les enseñaba los rudimentos del español, aunque mostraran no tener los del inglés.

Nadie le hizo caso a ese locutor. Nadie tampoco atendió el llamado de don Francisco Aguirre González en su libro “El Mensajero Universal”. Se acabaron las huertas de Saltillo: las de San Lorenzo; las de los chinos; las del Ojo de Agua y Santa Anita; las de la calle de los Baños, que ahora se llama de Murguía, calle por la cual bajaba una acequia de aguas cantarinas que mojaba los pies de las muchachas y las raíces de los añosos árboles. Se acabó aquel verdor, herencia de nuestros padres tlaxcaltecas, y en su lugar se impuso el gris. El gris, siento decirlo, siempre acaba por imponerse en todo.

Me contaba mi padre que en sus tiempos de niño los bosques de Zapalinamé −altos encinos, pinos, oyameles− llegaban hasta las goteras de la ciudad. Una vez vio a un venado beber en una de las acequias de las calles. Los bosques se acabaron; se acabaron las huertas...

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Y llegó el calor. Ya necesitamos aparatos de aire acondicionado. Esos artilugios eran objeto exótico para nosotros. A lo más teníamos con un ventilador. Antaño Saltillo fue “La ciudad del aire acondicionado”. Ahora está en trance de ser “La ciudad de los aires acondicionados”.

No nos quejemos, pues, del calor que llegó para quedarse. En buena parte nosotros mismos lo hemos provocado. Del mismo modo que la paga del pecado es la muerte, la paga del asfalto es el calor. No cabe duda: hace el calor que hacemos. Como dijo el señor cura García Siller: “Así anda el mundo, y ni modo”.

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