Candelero: El ingenio y humor de su gente

Opinión
/ 5 mayo 2024

He aquí algunas anécdotas de Candela, que añado a las que tengo de otras ciudades y pueblos de Coahuila, y que guardo como muestras del genio y el ingenio de nuestra gente.

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Era costumbre de algunos habitantes de Candela irse a trabajar “al otro lado”. Su ausencia solía durar bastante tiempo. En cierta ocasión unas señoras estaban tomando el fresco y platicando. El marido de una de ellas tenía ya tres meses en un rancho de Texas. De pronto una de las mujeres advirtió que en el brazo de otra se había posado un mosquito.

-Comadre −le dijo−, tiene usté un zancudo en el brazo. No se mueva, se lo voy a matar.

-Ande, déjelo, comadre −respondió la otra con tristeza y nostalgia−. De perdido que él me pique.

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Don Antonio Cipriano era el dueño de la tienda mejor surtida de Candela. Tan bien surtida estaba que hasta con licor contaba. Lo expendía don Antonio en “topitos”, que así llaman los candelenses a una botella pequeña, generalmente de cerveza chica, llena hasta arriba −hasta el top− de licor.

Cierto día, o mejor dicho cierta noche, unos muchachos se fueron de parranda. A eso de las 2 de la mañana se les acabó la materia prima: se encontraron como en las bodas de Caná, sin nada qué beber. El único que les podía hacer el milagro de allegarles más licor era don Antonio Cipriano.

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-Vamos a tocarle la puerta −propuso uno−, para que nos venda algo.

-Oye −advirtió otro con cautelosa reserva−. A estas horas don Toño ya ha de estar bien dormido. Se nos va a enojar.

Dos clases de pendejos hay en este mundo: los que se emborrachan mucho y los que no se han emborrachado nunca, ni de vino, ni de amor, ni de nada. Aquellos muchachos, sin pertenecer a la primera categoría, andaban muy tomados, y decidieron tomar el riesgo de despertar al tendero para pedirle que les vendiera algo con qué seguir la parranda. Sin embargo los humos del alcohol no eran tantos como para quitarles un cierto miedo al eventual enojo de don Toño

Vivía él en la parte alta de la tienda. Golpearon fuertemente los muchachos la puerta del local. Después de cinco o seis golpes se encendió una luz en el piso de arriba, se abrió la ventana que daba a la calle y por ella asomó la despeinada cabeza del abarrotero.

-¿Quién es? −preguntó adormilado.

-Nosotros, don Toño −respondió uno de los chicos saliendo de abajo de la marquesina para dejarse ver−. Queremos que nos haga el favor de vendernos unos topitos de mezcal.

-¿Cuántos son? −preguntó el señor Cipriano.

Al oír la pregunta los muchachos se alegraron. Seguramente, pensaron, el interés de vender cinco topitos haría bajar a don Antonio.

-Somos cinco, don Toño −respondió con meliflua voz el declarante.

-Los mismos que se van a chingar a su madre –declaró don Antonio.

Así diciendo cerró la ventana, apagó la luz y dejó a los importunos, además de sin qué beber, muy mentados de sus respectivas madrecitas.

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