A mí la Normal se me presenta como mujer, y el Ateneo como hombre. Tal asociación de ideas no es casual. Fui a la Normal siendo aún niño. Al Ateneo, en cambio, asistí ya adolescente, con pujos de másculo que empieza a serlo y necesita guía de varón. El glorioso Ateneo fue como un padre para mí. Como una madre fue la benemérita Normal.
Los nombres mismos de los dos planteles conducen a esa clasificación por géneros: la Normal es la; el Ateneo es el. La Normal es una escuela; el Ateneo es un colegio. Con ese hermoso nombre, “colegio”, es designado el Ateneo Fuente en la legislación que le dio origen. Así, “el Colegio”, le decíamos sus alumnos y maestros. Se molestaban algunos mentecatos que no sabían el origen de tal designación.
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Otra circunstancia adicional me lleva a asociar a la Normal con el género femenino y al Ateneo con el masculino. En la Normal tuve más maestras que maestros. Quizá, si cuento bien, el número de mis profesoras en la secundaria normalista era inferior al de los profesores, pero la calidad de las maestras era muy superior -hablando en términos generales- a la de los profesores varones. El recuerdo de casi todos ellos está difuminado; en cambio se hallan vivas en mí las enseñanzas de aquellas excelentísimas maestras -Amelia Vitela de García, Juanita Flores viuda de Teissier, Ethel Sutton, Victoria Garza Villarreal, Gertrudis Méndez de López de Lara... Ellas sobresalían como cumbres entre la medianía de casi todos sus compañeros varones. No eran los tiempos de la igualdad de la mujer, y por lo tanto ninguna de ellas dirigió el plantel, ni está en la Rotonda de los Coahuilenses Distinguidos, pero lo cierto es que en la sabiduría de estas insignes damas residía el prestigio de la Normal en la época en que yo pasé por ella.
El Ateneo, por su parte, era un cerrado coto masculino. En la preparatoria tuve únicamente dos maestras, y las dos de la misma asignatura: Francés. El primer curso de esa lengua nos lo dio Romanita Herrera, hija de don Rubén, el supereminente artista fundador de la escuela de pintura de Saltillo. Romanita era muy bella, bellísima; todos sus alumnos estábamos secretamente enamorados de ella. El segundo curso lo impartía una dama de muchas prendas personales y gran energía moral, la señora Lila Mazatán de Gallegos. ¡Cómo aprendimos con la maestra Lila! Cuando llegué al primer año de Leyes podía yo leer de corrido, en clase y a primera vista, páginas del viejo libro de Laurent o del entonces novísimo Planiol. Esto lo digo no en abono de mi capacidad de aprendizaje, sino de la gran capacidad de enseñaje (si existe la palabra “aprendizaje” debería existir también ésa que acabo de inventar) de la señora Mazatán.
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Salvas esas dos excepciones, todos nuestros maestros en el bachillerato ateneísta eran hombres. El principal valor que el Ateneo imbuyó en mí fue la libertad; el valor principal que recibí de la Normal fue la disciplina. Esa afortunada combinación de la libertad con orden me ha servido mucho a lo largo de la vida. Académicamente, entonces, lo mismo que biológicamente, soy hijo de hombre y de mujer. Por eso el 4 de mayo, aniversario de la fundación de la Normal, es para mí un día muy especial. Es como otro Día de la Madre.