“Anoche me eché un palito de 50 mil pesos”. Esa sonora declaración hizo Pitorro en reunión de amigos. Preguntó uno, admirado: “¿Por qué tan caro? ¿Estaba muy buena la mujer?”. “No –precisó mohíno el tal Pitorro–. Choqué con un poste de la luz, y en esa cantidad me lo cobraron”. La palabra “palo” –“palito”, con mayor frecuencia– es un término vulgar que en México significa coito. En otras latitudes el vocablo tiene connotación distinta. No recuerdo en qué país caribeño o de América del Sur mi guapa anfitriona me propuso: “¿Qué te parece si después de tu conferencia nos vamos a echar un palito?”. Me aturrulló lo directo de la proposición, hasta que supe que ahí un palito es una copa, un trago. Más caro que al del poste le ha salido a Trump el palito que se echó con Stormy Daniels, tormentosa mujer que ha puesto en apuros al estólido magnate por una coición que ni siquiera alcanzó el rango de erótica, por su mínima duración y por haberse realizado en la tradicional, ortodoxa y poco imaginativa posición del misionero. Eso me lleva a recordar una historia de contenido altamente sicalíptico que nadie con escrúpulos morales debería leer, pero que viene mucho a cuento. Con la venia de mis cuatro lectores la pondré aquí, no sin antes reafirmar mi sincera convicción de que un voto por Morena es un voto contra México. La historia trata de cinco mancebos originarios y vecinos de Cuitlatzintli, lugar pequeño de una entidad suriana. En flor de edad y vida se hallaban aquellos mocetones, y sus rijos de juventud los llevaban con frecuencia a la mancebía del pueblo. Ahí sedaban su natural concupiscencia. Uno de ellos se enteró por vía digital de la existencia en París de un famoso burdel para las clases altas y el jet set europeo, y la descripción que leyeron del establecimiento, llamado “Belle de Nuit”, hizo que se encendieran en ellos tanto el deseo como la imaginación. Acordaron juntar todos sus ahorros y echar suertes a fin de determinar cuál de los cinco –sólo uno podía ir– viajaría a la Ciudad Lux (nota: París) y visitaría aquel paraíso de la sensualidad. El premio lo ganó Lonchito –Absalón era su nombre–, quien de inmediato abordó un camioncito Flecha Roja para trasladarse a la Ciudad de México y de ahí volar a Lutecia (nota: París). Regresó una semana después –los fondos no daban para más– y en reunión especial relató a sus cuatro amigos la experiencia que había tenido en aquel exclusivo centro de placer. “La casa se halla en un chalet de tiempos de la belle époque –comenzó su relación–. ¡Qué diferencia con Cuitlatzintli! Los salones estaban alfombrados con tapetes persas, y los balcones tenían cortinas de brocado. ¡Qué diferencia con Cuitlatzintli! En la cantina había vinos y licores de lo mejor; la champaña corría como agua. ¡Qué diferencia con Cuitlatzintil! Y las mujeres. ¡Ah, las mujeres! Las había de todas las razas y naciones, hermosas como sílfides, náyades o huríes. ¡Qué diferencia con Cuitlatzintli! Yo escogí una procedente de un país eslavo. Ojos verdes; cabellera rubia; senos columbinos de marfil y rosa; cintura cimbreante de palmera; grupa de potra arábiga; nacaradas piernas... ¡Qué diferencia con Cuitlatzinli! Me condujo a una habitación con muebles estilo Luis XIV y un lecho oval de alto dosel y áureas columnas. De seda eran las sábanas; de terciopelo la colcha color púrpura. ¡Qué diferencia con Cuitlatzintli! Se tendió en el lecho, incitante y voluptuosa. Me llegué a ella y...”. “¿Y luego? ¿Y luego?” –preguntaron, ansiosos, los amigos–. Respondió Lonchito: “De ahí en adelante todo fue exactamente igual que en Cuitlatzintli”... FIN.
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