Consultas con la vida
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¡Qué lástima no poder decir su nombre! Qué gran lástima, porque es uno de mis muchos hacedores, o sea de aquéllos –y aquéllas– a quienes debo ser lo que soy (o lo que no soy).
Por azar vino a Saltillo, por azar se hospedó en el Hotel Arizpe, por azar tomó un ejemplar de “El Sol del Norte” y por azar leyó una columna mía publicada ahí. Lo demás, me supongo, ya no fue azar, si es que azar fue lo otro.
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Llamó al susodicho periódico. Ahí le dieron mi teléfono. Me llamó y me pidió que fuera a hablar con él.
La cita fue en el Baco. Así se llamaba el bar de aquel hotel ya desaparecido. Estaba en compañía de una mujer cuya profesión habría adivinado hasta una novicia teresiana. La dudosa señora y mi invitador estaban poseídos por el espíritu del dios que daba nombre al establecimiento. No había en el bar más gente que ellos.
Cuando entré el señor me condujo a una mesa aparte. Ahí me dijo:
-Perdone usted la compañía en que me encuentra. Estoy teniendo una consulta con la vida.
La frase me deslumbró, y la guardo todavía como una de las mejores que he escuchado a lo largo de mi ya larga vida. Fue un regalo que me hizo y que me sigue haciendo aquel sabio maestro, aunque no viva ya. La he usado muchas veces para justificar ciertas claudicaciones.
Tras decirme aquella luminosa frase el señor me preguntó si me interesaría publicar mis artículos en el que era a la sazón el periódico más importante de la provincia mexicana, “El Porvenir” de Monterrey. Dijo que él podía influir para que se me admitiera como editorialista en ese prestigioso diario.
Tardé, calculo, una milmillonésima de segundo en contestar que sí.
Al día siguiente fui al periódico, y al cabo de una semana mis columnas empezaron a aparecer ahí. Un par de meses después ya estaba yo escribiendo en otros 30 del país, pues los editores vieron mis artículos en “El Porvenir” y los quisieron publicar también.
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Ahora cada vez que paso frente al recinto de lo que fueron el Arizpe y su cantina siento el secreto impulso de dar gracias a Dios por aquella borrachera de mi mentor, por aquella señora tan pintada y por el azar que los trajo a Saltillo, habiendo allá tan buenos hoteles y moteles.
No cabe duda: los designios del Señor son inescrutables, y misteriosos sus caminos (Ez. 18:25).