Controlar las compulsiones
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Cómo envidaba a los niños que tenían la capacidad de recibir una bolsita de dulces en una fiesta de cumpleaños, comerse alguno y guardar el resto para después. Admiraba ese poder de contención, de tener la posibilidad de devorarlo todo y, a pesar de eso, optar por la cordura.
Lo intenté muchas veces: Astor, solo te vas a comer un Bocadín, una paleta de Elotito y un Pulparindo y guardas lo demás. Pero fracasaba. Me sentía como un Tántalo infantil observado cada dulce y me rendía. En ocasiones le entregaba la bolsita a Madre, le pedía que la guardara y que bajo ninguna circunstancia, a menos que fuera de vida o muerte, me la entregara. A los cinco minutos estaba rogándole con un drama tal que Madre pensaba: pobre huerco, se me hace que sí se va a morir, y me la devolvía.
Mis hermanos aprovechaban esa debilidad. Al día siguiente ellos tenían la bolsita medio llena. Yo los miraba como perro callejero frente a la carnicería, y ellos, con un ingenio creado por la circunstancia, me pedían favores a cambio de un dulce. Me detenía a pensar qué era más poderosa, si mi dignidad o mi antojo, y al final accedía.
En la actualidad tengo algunas estrategias para controlar mi compulsión hacia los dulces. Pensé que ya lo había superado hasta que fui a una fiesta infantil y me topé con una mesa enorme en donde tú mismo armabas tu bolsa de dulces. Dije: gobiérnate, Astor, ya no eres un chamaco que se va a morir si no se come un chocolate, y me contuve. Luego intenté negociar, levantarme una vez a llenar la bolsita y no volverme a parar, pero no, Astor, ya te conozco: tú empiezas y te dejas ir. Respiré profundo y me quedé en la silla el resto de la fiesta. Logré soportar el antojo. Me sentí orgulloso.
Eso sí, estuve toda la tarde con un humor de la chingada.
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