Conversar con víctimas, deliberar derechos y construir instituciones

Hace casi 12 años, el actual gobernador de Coahuila, Miguel Riquelme (entonces secretario de gobierno), me hizo una invitación para desayunar en El Principal. El periodo de gobierno del anterior gobernador, Rubén Moreira, apenas iniciaba. El encuentro tenía un propósito oficial: hacerme saber una propuesta laboral para colaborar en un cargo público. Conversamos. En ese momento, sin embargo, mis intereses profesionales estaban centrados en mi vida académica: publicar mis libros, enseñar Derecho. Tenía, además, un sueño: fundar un instituto de derechos humanos que fuera útil para mi comunidad.
Le agradecí de manera sincera la honorosa invitación. Al día siguiente, MARS me comentó que a RMV le interesaba saludarme el fin de semana para platicar. Fue así como tuve la oportunidad de conversar con él para crear a la AiDH. Platicamos de libros. Platicamos de la agenda de los derechos. Al finalizar el encuentro, RMV me preguntó sobre la especialización de mi doctorado. Le expliqué, justamente, que había cursado un programa de estudios avanzados en derechos humanos. Me hizo una invitación: observar −como académico− una reunión oficial que él tenía con familiares de personas desaparecidas. Le interesaba mi punto de vista sobre esta grave problemática en la entidad.
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Asistí a la reunión en Palacio de Gobierno. RMV y su gabinete de seguridad, principalmente, se reunían periódicamente con el colectivo de familiares de personas desaparecidas (FUNDEC). Ellas eran sobre todo acompañadas tanto por el obispo Raúl Vera López como por la organización Fray Juan de Larios. Recuerdo que fue una reunión tensa, llena de reclamos y prácticamente de rompimiento con el Gobierno. La reunión concluyó a gritos. Las familias reclamaban una atención adecuada a sus demandas principales de búsqueda, verdad y justicia. Al Gobierno le era difícil por dónde empezar a trabajar.
Después de la reunión, volví a conversar con RMV y MARS. Les di mi opinión. Les dije que el Gobierno necesitaba generar un acuerdo sincero con las familias para generar un modelo de diálogo que le permitiera conversar la agenda de trabajo. El punto de partida era claro: el Gobierno tenía que identificar los retos y desafíos a resolver, a partir de sus obligaciones de prevenir, erradicar y sancionar la desaparición forzada de personas. Necesitaban, gobierno y familias, aprender a conversar las problemáticas para ir construyendo un proceso que les permitiera construir normas, políticas e instituciones que aseguraran en forma efectiva los derechos de las víctimas.
Desde entonces pensé en que el papel de nuestra universidad era crear un espacio de deliberación pública para facilitar la agenda de trabajo. La academia (en general) tenía que ofrecerle a la comunidad conocimiento útil para resolver sus problemas estructurales. La universidad, sin duda, debería tener un compromiso en serio con la lucha de los derechos humanos, pero con un rigor científico. No se trataba de ser activistas. Se trataba de ser académicos con compromiso social. Se trataba de colaborar con las instituciones y la sociedad civil para ofrecer soluciones como expertos en materia de derechos humanos.
Le presenté al Gobierno, por tanto, un modelo de trabajo. Conversé, además, con las familias y sus asesores. Ellos llegaron a un acuerdo que formalizaron en un Decreto del Ejecutivo. Se creó, además, un grupo de trabajo autónomo para darle seguimiento a las recomendaciones internacionales que los órganos de la ONU habían formulado al Estado mexicano. A mí me nombraron −como académico− representante del Gobierno. La mayoría de los integrantes eran portavoces de las familias. La Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos acompañó este gran proceso. Ese grupo autónomo se convirtió en un tercero confiable entre gobierno y familias para ir construyendo los acuerdos necesarios para implementar las mesas de trabajo.
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Esa fue la guía inicial. Al cabo de una década, familias y gobierno construyeron en Coahuila diferentes leyes, políticas e instituciones novedosas que son referencia a nivel nacional e internacional. La AiDH ha sido clave. En gran medida, no sólo han asistido técnicamente al gobierno y a las familias en la implementación de los estándares internacionales para concretar soluciones, sino que, además, desde la academia se han generado procesos de transformación social para que, por un lado, las familias puedan conocer y defender de una mejor manera sus derechos ante las autoridades, mientras que, por la otra, se ha ido profesionalizando a las nuevas instituciones para enfrentar el cumplimiento de sus obligaciones.
La Academia IDH tiene así un sello original. No hay ninguna institución nacional que, con su rol académico, demuestre un gran compromiso para colaborar en la defensa de los derechos de las víctimas. La AiDH es un asistente técnico. No es la autoridad responsable de los problemas institucionales. Las personas académicas, además, no tienen un papel de activistas. No son ONG. Su función es otra: aportar su conocimiento objetivo y profesional para resolver los problemas y facilitar, por ende, su espacio universitario para desarrollar la agenda de trabajo.
EL MACHACADO
Este papel universitario comenzó con un buen desayuno. Esta visión ahora es una política de Estado. Es, sin duda, una de las razones de identidad del modelo local de protección de los derechos para promover el cambio social.