Corrupción y complicidad

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La corrupción es el olvido de los valores de la ética cívica que ha dado origen a la brecha existente entre el orden jurídico y el orden social vigente. El individualismo que privilegia los bienes externos -fama, prestigio, poder y riqueza- por encima de los internos –ideales, convicciones, valores, principios–, es uno de los principales causantes de la situación que hoy experimentamos, donde Transparencia Internacional 2025, nos coloca en el lugar 140 de 180 países, cuando en el sexenio anterior nos estacionamos en el 126.
Adela Cortina (1994), en su libro Ética de la empresa: claves para una nueva cultura empresarial, lo dice de la siguiente forma: “(...) La corrupción de las distintas actividades e instituciones se produce cuando aquellos que participan en ellas dejan de buscar los bienes que les son internos y por los que cobran su sentido, y las realizan exclusivamente por los bienes externos que por medio de ellas pueden conseguirse: las ventajas económicas, las ventajas sociales, el poder. Con lo cual esa actividad y quienes en ella cooperan acaban perdiendo su legitimidad social y, con ella, toda credibilidad” (p. 107).
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Justo eso es lo que sigue ocurriendo en nuestro país, sin siquiera tener esperanza de cuándo terminarán estas prácticas que comenzaron de forma generalizada tiempo atrás. Miguel León Portilla (1961), en Los Antiguos Mexicanos, decía: “(...) El indio, es ladino, cínico y hasta mentiroso cuando se requiere. Puede negociar con la autoridad, las instituciones y las leyes manteniendo una doble actitud y, por supuesto, como el español, un doble discurso”, y para no focalizar el tema en el “indio”, en virtud del mestizaje esto lo podríamos perfectamente aplicar a la herencia cultural y a las costumbres que nunca erradicamos.
Por supuesto, aquí no solo se toma en cuenta el tema gubernamental, como algunos lo piensan, es decir los chanchullos, negociaciones y truculencias que se hacen por debajo de la mesa, al amparo de la placa, de la inmunidad y la charola del puestito que tengo, sino de todo lo que huele mal en un país como el nuestro, donde la mayoría de las instituciones –la que me diga– y una buena parte de profesionistas –el que me diga– aunque se den golpes de pecho, son parte de la práctica cotidiana de esta tara social que no solo pone en riesgo la credibilidad y la confianza de la población en las instituciones y en los profesionales que son parte de las mismas, sino que pone en riesgo a la democracia y a la sociedad en general.
La aclaración que hago de que el índice de TI no analiza la práctica de la corrupción solamente en los gobiernos es porque ordinariamente focalizamos la reflexión a ese espacio, que por supuesto es el más visible, pero la evaluación va para todas partes. Desde el médico, el psicólogo, el arquitecto, el abogado y cualquier profesional que se niega a dar una factura, hasta cualquier negocio que de plano olímpicamente evaden sus obligaciones fiscales activando el mercado negro de las factureras que tanto daño hacen al tema de la transparencia. No solo es el tradicional policía y sus mordidas. Somos todos los que no damos cuenta ni al estado, ni a la sociedad de nuestras maniobras donde se prioriza el dinero, por encima de los ideales y de las convicciones. El todo completo es el que nos pone en el lugar 140 de 180.
Me parece conveniente aclararlo, porque ordinariamente, cuando vemos estás notas, pensamos en el “hágase la voluntad de Dios, en los bueyes de mi compadre”, pero la corrupción es corrupción, sea a nivel micro o a nivel macro. Y por ahí se pierden miles de millones de pesos, que podrían servir para políticas públicas que beneficiaran a la población. Eso es lo más notorio, pero insisto, la corrupción no admite gradaciones, como aquel otrora famoso “Layín”, alcalde de San Blas, que robaba poquito. Poquito o mucho, es corrupción.
El estado de corrupción que guardaba el país en el sexenio pasado y que fue el objeto de lucha por parte del gobierno en turno –AMLO– parece que no rindió los frutos esperados, porque ni hacia dentro del partido pudo sanitizar todas las malas prácticas con las que se ha encontrado la actual presidenta y el ostracismo del que ha hecho gala no denunciando las malas prácticas, incluso de sus correligionarios, que probablemente no se han dado cuenta, debilitan su proyecto de nación. Lo mismo pasa en otros estados. Las malas prácticas que culturalmente determinan nuestra esencia como mexicanos, cancelan la credibilidad y la confianza.
En asuntos de transparencia, o se es o no se es. El porcentaje de preferencia que tiene Claudia Sheinbaum, que ronda el 70 por ciento a nivel nacional –según algunas encuestadoras-, y el que presumen algunos gobernadores, se podría venir abajo por las malas prácticas que ocultan hacia sus respectivos partidos, pero que ahí están, y que a diferencia de otros tiempos, hoy están más visibles que nunca. Perdón, la ciudadanía ya no se “chupa el dedo”.
El problema, insisto, es el silencio que en algunos momentos vuelve cómplices a los políticos por la falta de transparencia, el olvido de cómo llegaron al poder y los valores de los que se enorgullecen como partidos con relación a todo lo que dejan pasar y se hacen de la vista gorda. El problema es el “dime con quién andas y te diré quién eres”, que de pronto olvidan los vértices del organigrama. En esto, deberán poner un poco más de atención. Efectivamente, el espectro de la corrupción en nuestro país es muy amplio, pero el foco lo tienen quienes nos gobiernan. Así las cosas.