Cosas de amor
COMPARTIR
TEMAS
Era don Asunción un labrador acomodado. Pequeño propietario -así se decía en el burocrático léxico de entonces- era dueño de tierras heredadas y de otras que se allegó con sus caudales. Conservador -así son los hombres que tienen tierra-, cuidaba con parsimonia sus haberes, y estos iban creciendo igual que sus espigas, igual que sus rebaños.
Católico devoto era don Asunción. El único viaje, mensual, que hacía a la ciudad era para cumplir la práctica devota de los primeros viernes. Nueve días de vacaciones se tomaba cada año en su quehacer del campo, y eran para venir a rezar el novenario del Señor de la Capilla. Se hospedaba don Asunción con su señora esposa en el Hotel “Jardín’’, frente a la plaza que primero se llamó “de los Hombres Ilustres”, luego “del Mercado”; después “Plaza Acuña”, y en la actualidad “plaza de los güevones”.
TE PUEDE INTERESAR: Somos pobres, gracias a Dios
En ese hotel se aposentaba don Asunción y doña Juana, y de su cuarto no salían sino para ir a misa en la Capilla, a hacer algunas visitas de cumplimiento –cumplo y miento- a familiares y antiguos conocidos, o a comprar cosas que necesitaban para ellos o para “los muchachos’’. El asueto culminaba el 6 de agosto, en la gran fiesta del Señor, con su acompañamiento de la verbena popular.
“Los muchachos’’ eran los hijos de don Asunción. Mocetones fornidos, criados en los trabajos de la labor o del corral, eran vivo retrato de su padre. En todo lo seguían, menos en eso de la devoción, pues a ellos, a fuer de jóvenes, los convocaban otros afanes más mundanos. Uno de los hijos, el mayor, vino a la ciudad y se prendó en amores de una damisela de no mucha pudicia, pues era de las que bailan en la noche. Seducido por los dengues y ringorrangos –y por las artes y destrezas- de la daifa cayó en sus redes. Ya no vivía sino por ella. Por ella nada más latía su corazón, respiraban el aire sus pulmones y cumplían su natural función todas las otras partes de su cuerpo.
Tanto se enamoró el muchacho de aquella pelandusca que la separó. Eso quiere decir que la sacó de la ruin mancebía en que ejercía su corporal comercio y le puso casa. No muy buena, a decir verdad, pues de poco dinero disponía el anheloso novio, pero casa al fin. Andaba la mujer muy ufana: ya no era “de la vida’’; ahora era dueña de lo suyo. Ya no era puta; ahora era señora.
Don Asunción supo aquello, y supo también que la unión de su hijo con aquella mujer -cuyo antiguo oficio él no conocía- no estaba consagrada por la Santa Madre Iglesia. Así pues un día hizo viaje especial a la ciudad y se le apersonó a la señora, la cual se sobresaltó muy mucho al ver al padre de su querido, y más porque éste no se encontraba en casa.
Lo invitó a pasar, pero don Asunción no quiso: sus rígidos principios le impedían pisar el suelo de una casa donde se sucedían cosas de fornicación que él no podía convalidar. Ahí, de pie frente a la puerta, le dijo a la mujer:
-Señora: es necesario que a la brevedad posible se case usted con mi hijo.
-Señor -respondió turbada y al mismo tiempo alegre la mujer-. Yo estoy puesta.
-Pues de eso precisamente se trata -replicó severo don Asunción, ignorante de los modos de hablar de la ciudad-. Se trata de que ya no se ponga sino hasta que se case.