Anduve apesarado todo el día. Hablo de aquel, lejano ya, en que el famoso Club “El pájaro”, antes “El pájaro dormido”, formado en Monterrey por puros adultos mayores, celebró su aniversario número 30. Cuando los senectos socios salíamos del recinto, un borrachín nos vio pasar y exclamó con acento despectivo:
-¡Uta ! ¡Puro ganado de desecho!
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Jamás me había sentido tan deshecho. Las palabras del ebrio me laceraron el alma y la dejaron dolida y lastimada. Esa noche no pude conciliar el sueño. Mil pensamientos acudieron a mi confusa mente. De pronto dos palabras llegaron hasta mí como sendos relámpagos que iluminaran la densa oscuridad. Esas palabras son latinas: “Carpe diem”. Las escribió Horacio en sus Odas (I, 11,8), y quieren decir algo como esto: “¡Agarra el día!”. La frase completa dice así: “Carpe diem quam minimum credula postero”. Traduzco libremente: “Agarra el día de hoy, pues no puedes confiar, ni aun poco, en que tendrás el de mañana”.
Esa frase y la del borracho, juntas, tuvieron la contundente fuerza del rayo que derribó a Saulo de su cabalgadura. Como él, abrí los ojos. Menos afortunado que el romano, no se volvieron los míos hacia el cielo, antes bien se movieron hacia las cosas de la tierra. Si pocos son los años que me quedan, medité, he de hacer lo que aconseja el Eclesiastés -palabra santa es también esa, pues que en la Biblia viene-: disfrutar las buenas cosas de la vida antes de que se acabe.
Con ese pensamiento asistí a una cordial comida con amigos, decidido a comer igual que Gargantúa y a beber más que Pantagruel. “Semel in anno licet insanire”, decían los hombres del medioevo. “Es lícito cometer locuras una vez al año”. Aquellos dos objetivos conseguí, el de beber y comer bien, pues la mesa en torno de la cual nos reunimos era, como dice el poema, “a lo italiano curiosa, a lo español opulenta”. Y a lo mexicano sabrosa, añado yo.
Las libaciones, escanciadas con frecuencia, hicieron su natural efecto, y a poco podía yo decir lo mismo que Baltazar de Alcázar: “... ¡Alegre estoy, vive Dios! / Mas oye un punto sutil: / ¿no pusiste ahí un candil? / ¿Cómo me parecen dos?...”.
Empecé bien, por tanto, mi tarea de agarrar cada día que Dios me quiera dar de vida, para exprimirle todo el jugo que me pueda dar. Espero cumplir esa tarea con bien para mi prójimo y sin mal para mi persona. Debo decir que entre las muchas y muy variadas bendiciones que del Cielo he recibido está la de no saber qué es una cruda. Ignoro qué generoso gen anida en mí, el caso es que mi cuerpo jamás ha resentido los efectos que el vino y los licores suelen causar a quienes los degustan. Gustosamente los he gustado yo, a veces con reprobable exceso, y sin embargo al día siguiente de la noche anterior siempre he amanecido pimpante, fresco y lozano como una desgraciada verdolaga, sin los copiosos malestares que de las crudas o resacas suelen derivar. He visto a amigos míos pedir en ese trance al médico y al cura.
Los pediré yo alguna vez, seguramente, pero no será por causa de haber tomado vino, sino vida, y haber agotado ya la copa. Dios me deje en la tierra el tiempo que dicte su infinita misericordia, y haga que me cubra cuando sea su santísima voluntad. Amén.