De nuevo: Ser judío
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A principios de año escribí dos textos sobre el tema de hoy. Las circunstancias obligan y las obligaciones exigen. Los sucesos en Israel, la figura tóxica de Netanyahu y el imparable antisemitismo son razones para darle voz a la heráldica. En los textos previos definí mi judeidad: laico, orgulloso de los valores judíos y de las aportaciones científicas, literarias, económicas y en los ámbitos de la física y de la química, inter alia, sin obviar ser hijo de padres del Holocausto alemán (mal llamado nazi): casi toda la familia paterna y materna desapareció. No se sabe dónde están sus cadáveres. A cualquier persona lo marca ser familiar de un desaparecido. Mi padre nunca superó esa tragedia. Cerca de cincuenta Kraus Genauer fueron asesinados en su natal Polonia.
El mundo se desdobla a pasos agigantados. En todos los ámbitos, impone la celeridad y sus cambios. Observar basta. La Tierra de hoy difiere de la de ayer; el mundo de hoy, cada vez más enfermo, en la mayoría de los ámbitos confronta, llama: Yemen, Sudán, Venezuela, Nicaragua, Israel, Irán, Gaza, México, Estados Unidos, Rusia, Ucrania, Corea del Norte y, en aras del espacio y con Stefan Zweig a mi lado, quien avizoró el fin de su mundo, me detengo. De ahí la necesidad de repetir. ¿Sirve repetir?
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Repetir compromete. Hay quienes lo hacen por la necesidad de involucrarse. Yo lo hago por compromiso conmigo y con un entorno cuya velocidad apabulla y cada vez escucha menos. Las noticias falsas, rápidas y baratas, al igual que los influencers, exigen e invitan: opinar es imprescindible. La historia reciente de las modificaciones en el señero Washington Post es una suerte de aviso del control de los medios debido al poder del dinero, en este caso de Jeff Bezos.
La parrafada previa, larga, como preámbulo para la imparable ola de antisemitismo, hoy basada en los conflictos que mantiene Israel con sus nefandos enemigos, sobre todo Irán, proveedor junto con Qatar, de inimaginables cantidades de armas para sus brazos terroristas, Hamás y Hezbolá. Mejor hubiese sido, en lugar de túneles y misiles, proveer a los gazatíes de educación e infraestructuras dignas. En espera de que la población iraní, harta de la pobreza y del maltrato a las mujeres, se subleve, lo que cualquier ser humano no fanático desea es frenar las muertes de inocentes.
La vieja discusión entre antisionismo y antisemitismo es cada vez más vigente. Ser judío y vivir fuera de Israel no era conflictivo, ahora lo es. Identidad por historia, nacionalidad por origen es una situación común y compatible en la mayoría de las personas. Entre todos los inmigrantes resalta la del judío, por tiempo, por judeofobia. Las muertes en Gaza por el ejército israelí y por Hamás han avivado el antisemitismo en todo el mundo. Me apena decirlo: sólo los judíos extremistas se ufanan de esa situación. Lo mismo sucede con los miembros del Estado Islámico o los mercenarios contratados por Putin: matar sin saber a quién se mata no requiere convicción, requiere fanatismo.
No me identifico ni con Netanyahu ni con los judíos extremistas, ya sea dentro o fuera de Israel. Me identifico con los valores del judaísmo y con pensadores de la talla de Emmanuel Lévinas, que consideran al otro, al no judío como igual, con Zygmunt Bauman por su visión incluyente, con Amos Oz quien odiaba las acciones fanáticas tanto de israelíes como de palestinos, y con el disenso de la mayoría de los intelectuales israelíes contemporáneos.
Ser judío no es problema. Hacer del judío la fuente de incontables males es problema. Ser antisionista es comprensible. Equiparar el odio contra Israel y transformarlo en antisemitismo es execrable. Se acabó el espacio. Escribiré sobre el mismo tema la próxima semana.
El autor es médico y escritor