De Saltillo a Concha del Oro. Estampa de un antiguo pueblo minero

Opinión
/ 18 febrero 2024

Los cerros a ambos lados de la carretera visten el color azul de la lejanía, los más cercanos lucen tímidos tonos verdes o resplandecen todos los destellos posibles de los ocres. Grandes extensiones de palmas yucas se suben a sus faldas, como si hubieran sido sembradas por la mano de un paciente jardinero. Algunas, de troncos tan gruesos que parecen centenarios árboles, apenas si pueden sostener la gran cantidad de ramas de un sólo brazo, apretadas una contra la otra y rematadas por sus penachos de hojas puntiagudas, como si fueran un puñado de nazarenos coronados de espinas.

Aparece de pronto Concepción del Oro, población que siempre ha mantenido estrechos lazos comerciales y de vecindad con Saltillo, antigua población minera enclavada entre cerros en el vecino estado de Zacatecas, otrora pueblo de bonanza, que la vio perderse hace ya muchos años, cuando cerraron las minas principales de los alrededores.

TE PUEDE INTERESAR: Saltillo: El Dr. Zertuche, un famoso maestro del Ateneo en la publicidad de los años 30

Del lado izquierdo se alza el cerro Negro. Un cerro que no fabricó la naturaleza, sino las continuas descargas de los desechos de la antigua fundidora en medio del pueblo. En sus tiempos, la fundidora trabajaba de día y de noche, pero la planta que daba luz a las callejuelas y las casas se apagaba a las once. A las descargas en la oscuridad del poblado, seguía una extraña luz surgida de la grasa extraída a los metales, recién salida de los hornos. Al correr por las faldas del cerro, aquellos chorros ardientes semejaban una lluvia de estrellas que iluminaba el caserío. Aquellas centellas fueron formando el cerro Negro y al apagarse lo dejaron en la más espesa negrura. Saber la historia del cerro inquieta, pero más sobrecogen los cerros de rocas anaranjadas, rojas, cafés y amarillas salidas de la mano del Creador, que rodean a Concha y la estrechan y la abrazan.

Del lado derecho, el Hotel San Javier, un antiguo edificio en la calle principal, que conserva la fachada, el zaguán empedrado y los primeros cuartos de la construcción original de piedra y adobe, donde se encuentra la administración del hotel y en los que se exhiben una colección de aparatos de radio y otra de fotografías antiguas, tanto del pueblo como de la familia fundada por el antiguo dueño de la casa, don Salvador J. Pérez.

Don Salvador era el comerciante principal de Concha. La recepción y oficinas del hotel eran su tienda. Allí se vendían desde palas, picos y sillas de montar, hasta dulces y galletas y el más mínimo alfiler, pasando por granos y abarrotes, mantas, frazadas, zapatos y huaraches, diesel y gasolina, y todo lo que necesitaba un pueblo que vivía de la minería y un poco de la siembra de frijol y maíz, sujeta siempre a los caprichos del temporal en una región que poco conoce la lluvia. En la parte trasera, las antiguas bodegas de la tienda cedieron su lugar a las habitaciones para cómodo alojamiento a los fuereños que hoy trabajan en las otrora abandonadas minas cerca del pueblo y de Mazapil, con las que el pueblo cobró nueva vida, tal como lo afirma la frase en una de las viejas fotografías que cuelgan de los muros del hotel: “Ni el olvido ni la injusticia ni aun las ingratitudes de mis hijos han logrado destruirme”.

Cerca de Concha, en el camino subiendo las sierras rumbo a Mazapil, se llega a Aránzazu, vivo ejemplo de la devoción de los lugareños, reminiscencia de las devociones de antiguos conquistadores vascos y sus descendientes, que trajeron a la región el culto de su virgen. “¡Tú, entre espinas!” es la traducción del vasco “arantza zu”, frase que en el siglo 15 pronunció el pastor al encontrar en lo alto de los montes, en una zarza, la imagen tallada en piedra y con un cencerro a su lado.

TE PUEDE INTERESAR: Un día más de gloria para la Catedral de Santiago del Saltillo

Y allí, en lo alto y la soledad del cerro del Hundido, junto al del Temeroso, se construyó en medio de la nada, a manera del santuario de Guipúzcoa, un templo que resguarda una bella imagen de Nuestra Señora de Aránzazu, vestida de sedas, cargando a su hijo de un lado y una manzana en la otra mano. A un lado el mínimo caserío abandonado y en ruinas, sin embargo, la fachada, bóveda y cúpula del gran templo lucen todo su esplendor, igual que el interior, gracias a la devoción de sus antiguos habitantes que vuelven una y otra vez al santuario de Aránzazu.

COMENTARIOS

NUESTRO CONTENIDO PREMIUM