De trompadas y guantadas

Opinión
/ 10 enero 2024

Humberto Cid González, llamado “El Relámpago”, fue grande boxeador. Su apodo derivaba de un tic nervioso que tenía, consistente en abrir y cerrar los ojos repetidamente, como si lo obligara a eso la luz de un relámpago continuo. Era apuesto y galán. Llegó a Saltillo después de hacer sus estudios en una universidad americana, donde destacó mucho en los deportes. Fue nadador, buen tenista, esgrimidor... Pero fue sobre todo boxeador supereminente.

No hallaba con quien pelear aquí. Se iba entonces al Centro Alameda, una refresquería cuya clientela estaba formada principalmente por obreros y gente del ferrocarril. No faltaba quién se metiera con aquel güerito bien vestido. Entonces “El Relámpago” lo desafiaba a combatir. ¿Quién podía evadir el reto de un fifí? Aceptaba la riña el incauto insultador, suponiendo segura la victoria, pero el falso catrín le pegaba hasta por abajo de la lengua.

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No todos los peleadores corren con igual fortuna. El manager de un cierto boxeador local contrató para efectos de publicidad las suelas de los tenis con que peleaba su pupilo. En una puso la palabra “Tome”, y en la otra “Coca-Cola”. Y es que el púgil pasaba más tiempo tendido sobre la lona que de pie. Se parecía a aquel que al terminar el primer round cayó desfallecido en su banquillo de la esquina.

-¿Cómo va la pelea? –le preguntó groggy y sin aliento a su manejador.

Le respondió éste:

-Si lo matas en el segundo round, empatas.

Otro boxeador hubo al que enfrentaron con un peleador cuyos puños pegaban como patada de mula. Bien pronto advirtió el desdichado púgil que estaba en absoluta desventaja frente a su rival, y que corría el riesgo de que con uno de aquellos derechazos lo noqueara, y a lo mejor hasta lo mandara al otro mundo. Con ese pensamiento se dejó caer bonitamente, y tendido de espaldas en la lona se fingió noqueado. Su manager advirtió la maniobra. Mientras el réferi contaba empezó a gritarle al caído, con enojo:

-¡Levántate, cabrón! ¡Levántate!

Sin abrir los ojos el boxeador movió un pie para indicar que no, igual que se mueve el dedo índice cuando se expresa negación.

Había en el barrio del Águila de Oro un individuo a quien le decían “El Trompo”, muy bueno para los trancazos. Su valor y habilidad lo hicieron líder de la pandilla de su barrio. Tal monarquía no era absoluta, sin embargo. El barrio del Ojo de Agua tenía otro adalid, un sujeto llamado “El Pingüin”, hombrón de casi 2 metros de estatura, enorme peso, fuerza descomunal y arrojo temerario.

Cierto día uno de la pandilla de “El Trompo” acudió a él para decirle que alguien del otro barrio lo había golpeado.

-Vamos allá -declaró sin vacilar “El Trompo”-. Le voy a partir la madre al infeliz que te pegó.

Iban los dos en busca de venganza cuando al Trompo se le ocurrió preguntarle a su protegido:

-Oye: ¿y quién fue el que te pegó?

-“El Pingüín” -respondió quejumbroso el otro.

De inmediato “El Trompo” reculó y volvió sobre sus pasos.

-Algo le harías -sentenció.

Si eso no se llama prudencia no sé cómo se llamará.

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