De viaje: aprendiendo a mirar paso a paso
Fue en esos viajes donde terminé de comprender que el impulso de conocer no se sacia: se alimenta
Tuve la fortuna de nacer en una familia a la que le encantaba viajar. No éramos ricos, pero cada recurso adicional que llegaba era convertido en trayectos, maletas, canciones en la carretera. En los años setenta, la economía todavía permitía darse ciertos lujos sin que eso fuera un sacrificio desmedido. Recuerdo con cariño aquellas largas horas en carro, acompañadas de paisajes, juegos, carcajadas y cassettes con música que todavía hoy puedo tararear. Esos viajes familiares, aunque organizados por adultos, fueron mi primera ventana al asombro.
También hubo viajes sin mi familia: los campamentos con los boy scouts, que me enseñaron a cargar mi mochila, a montar una tienda de campaña, a hacerme cargo de mí mismo por un rato. Pero mi primer viaje completamente solo, sin supervisión adulta, llegó a los 17 años. Lo hice con mi mejor amigo —que aún hoy sigue siéndolo— como festejo por haber concluido la preparatoria. No fue una gran travesía internacional: fuimos a Zacatecas y Aguascalientes. Pero ya en ese viaje tuve que hacerme responsable de mis gastos y de mis decisiones. Y también de mis descubrimientos.
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Fue allí donde noté por primera vez que, más que el turismo, me llamaba la atención la vida cotidiana de las personas. No fue una revelación intelectual, sino un accidente geográfico. Decidimos bajar a pie del Cerro de la Bufa —una de las estaciones del teleférico— hacia el centro de Zacatecas, y el camino nos llevó por entre casas, pasillos y patios traseros. En ese trayecto descubrimos que había mucho más que turistas en la ciudad. Y que lo verdaderamente fascinante no estaba sólo en los monumentos, sino en los muros sin restaurar, en los patios con ropa tendida, en la gente que vivía su día sin imaginar que podía ser parte del descubrimiento de alguien más.
Pero mi primera gran aventura, ya en la adultez, fue mi mudanza a Mérida, Venezuela, donde viví cinco años mientras hacía mi doctorado. Allí fui turista permanente: aunque tuve mis rutinas, mis rutas, mis tiendas de confianza, la oportunidad para el descubrimiento siempre estuvo abierta. No sólo en Mérida, sino en los muchos lugares —cercanos o lejanos— que visité con el pretexto de que “ya estaba yo allá”. Fue en Venezuela donde entendí que vivir fuera no es lo mismo que simplemente visitar. Cada día era, potencialmente, el inicio de algo nuevo.
En Mérida también aprendí a moverme por necesidad. Una vez al mes tenía que viajar a Cúcuta, Colombia, para cobrar mi beca. El trayecto me regaló paisajes hermosos, pero también formas de vida distintas, costumbres que me sorprendieron, conversaciones que aún recuerdo. Fue en esos viajes donde terminé de comprender que el impulso de conocer no se sacia: se alimenta.
Tal vez la consecuencia más duradera de todas esas experiencias no sea sólo el recuerdo, sino la convicción. La convicción de que haría todo lo posible por seguir conociendo otras formas de habitar el mundo. Y la certeza, también, de que cada vez que dejara atrás un lugar, lo haría con la conciencia de que la añoranza por lo vivido me acompañaría por mucho tiempo.