Caminar: la ruta más lenta al descubrimiento

Opinión
/ 22 agosto 2025

Hoy puedo decir que muchas de las historias que tengo para contar no habrían existido sin esas caminatas. Caminar es más que trasladarse: es estar en el mundo con los sentidos despiertos

Hay hábitos que uno adopta por gusto y otros por necesidad. En mi caso, el hábito de caminar comenzó como un asunto de salud: estaba ganando peso y necesitaba ejercitarme. Pero pronto descubrí que, al caminar, uno obtiene mucho más que la quema de calorías. Los beneficios físicos son apenas la puerta de entrada a todo lo que esa actividad, aparentemente simple, puede ofrecer.

Incluso en la Comarca Lagunera o en Saltillo —donde el clima no siempre parece invitar al paseo— caminar ayuda a despejar la mente y a recuperar el buen ánimo. No hay prisa posible en los trayectos a pie, y eso obliga, o más bien permite, que la mirada se detenga. Las ciudades se revelan de otra manera. Aparecen detalles imposibles de percibir desde el coche: texturas en las fachadas, plantas que brotan entre la banqueta y el muro, el saludo de un vecino, el vuelo bajo de un ave que uno no sabría nombrar.

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Caminar, entre otras cosas, nos devuelve la capacidad de asombro. En mi más reciente viaje por Centro y Sudamérica, pude conocer árboles, flores, insectos y hasta animales cuya existencia me era completamente desconocida. También descubrí casas y edificios de gran belleza arquitectónica, ocultos en barrios que nunca hubiera recorrido de no ser por el azar del paso lento. Y cada vez que algo me llamaba la atención, el hecho de estar a pie me permitía detenerme sin complicaciones: admirar, fotografiar, grabar, escuchar. Cada hallazgo, por mínimo que fuera, enriquecía la experiencia.

Pero más allá de los descubrimientos exteriores, caminar también transforma por dentro. Hay algo que pasa con el ánimo y con el pensamiento cuando uno camina. Las ideas se ordenan, las emociones se aquietan, el cuerpo acompaña procesos que de otro modo quedarían estancados. En más de una ocasión, un mal día terminó siendo reparado por una buena caminata.

Además, caminar me permitió conocer mejor cómo vive la gente: si cuida su entorno, si protege sus jardines, si pone esmero en sus fachadas. Todo eso se percibe al caminar por barrios que no son turísticos, donde la vida cotidiana se muestra sin filtro. Casi nunca salía con un plan concreto: simplemente elegía una dirección y dejaba que los pies decidieran el rumbo. A veces fue fácil, gracias a senderos bien trazados o infraestructura amable; otras veces hubo obstáculos, banquetas rotas, pendientes desafiantes, falta de señalización. Pero nunca me arrepentí.

Hoy puedo decir que muchas de las historias que tengo para contar no habrían existido sin esas caminatas. Caminar es más que trasladarse: es estar en el mundo con los sentidos despiertos. Es dejarse llevar por un ritmo más lento, que no compite con el tiempo, sino que lo habita. Y tal vez por eso, cada paso tiene el potencial de convertirse en una pequeña revelación.

Pretextos para no caminar hay muchos, y de variada naturaleza. A veces es la pereza, a veces el mal estado de ánimo, otras el clima, la inseguridad o el cansancio acumulado. Pero cuando pienso en todo lo que habría dejado de conocer si me hubiera dejado vencer por esas razones, me doy cuenta de cuánto hubiera perdido. Mentiría si dijera que en el caminar todo es color de rosa, o que no hay consecuencias negativas al elegir el afuera por encima del encierro. Pero la vida es así: cada decisión implica renunciar a algo. Y hoy sé que descubrir cómo la gente en Medellín se reúne con sus vecinos a celebrar la “Noche de las velitas” en las banquetas o en los parques; o ver, en un quiosco del barrio de Belgrano, en Buenos Aires, a una pareja ensayando tango, bien valió cada paso, cada gota de sudor, cada fatiga física.

$!FOTO: MIGUEL FRANCISCO CRESPO ALVARADO

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