Divorcio estilo Laguna
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Cuando por fin el hombre terminaba la relación de sus agravios, entonces este abogado de Torreón ponía en práctica su método. Fingía estar muy enojado contra la esposa de su cliente, que con su proceder lo había obligado a tratar de divorciarse
Aquel abogado de Torreón debe haber tenido mucho de psicólogo. La práctica de la profesión durante muchos años había desarrollado en él una especie de séptimo sentido –el sexto pertenece en exclusiva a las mujeres– que le permitía entrar en el pensamiento de sus clientes, y aun en las reconditeces de su alma, donde es más difícil todavía entrar.
Le bastaba ver a quien entraba por la puerta de su despacho para adivinar qué clase de negocio lo llevaba ahí, si uno de carácter penal u otro de naturaleza civil o mercantil. Con una ojeada podía distinguir al delincuente del heredero, al inquilino en apuros del propietario que iba a solicitarle la iniciación de un juicio sumario de desahucio en contra de su moroso arrendatario.
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El ejercicio del Derecho pone a quien lo practica en relación cercanísima con la naturaleza humana. En la práctica cotidiana la humanidad se le aparece desnuda, sin cubrirse con los atavíos u oropeles que en otras profesiones pueden esconder o disfrazar las pasiones de la gente. Ante el abogado, lo mismo que ante el sacerdote y ante el médico, debe la persona confesarse. Si no lo hace, su mentira o su disimulo se volverán contra él para dañarlo.
–Doctor: vengo a verlo porque es usted el médico de la familia. Fíjese que un amigo mío fue con las muchachas malas y pescó una enfermedad venérea. Anda muy preocupado, y me pidió que le preguntara qué debe hacer.
–Está bien, muchacho: ábrete la bragueta y sácate a tu amigo.
Igual es ante los abogados: oyen de todo, y llegan a conocer secretos que las personas a nadie más confiarían.
Este señor licenciado de Torreón había desarrollado un método muy propio para aplicarlo en los asuntos de divorcio. Vamos a suponer que llegaba un marido a pedirle que lo divorciara de su esposa. Exponía el solicitante las razones por las cuales deseaba la disolución del vínculo matrimonial. Generalmente la exposición era larga y prolija: parecía que el hombre deseaba fundar bien las causas de su petición, pero más bien lo que quería era desahogarse. El abogado lo dejaba hablar, por más que ya había escuchado un centenar de veces los mismos alegatos, aquéllos de: “No me comprende”, “Ya no nos entendemos”; “Vivimos siempre de pleito”, “Ya no la aguanto”, etcétera.
Cuando por fin el hombre terminaba la relación de sus agravios, entonces este abogado de Torreón ponía en práctica su método. Fingía estar muy enojado contra la esposa de su cliente, que con su proceder lo había obligado a tratar de divorciarse. Simulaba un encendido enojo; echaba mano del teléfono y le decía, furioso, al visitante:
–¡Ahora verá usted! Deme el número telefónico de su mujer. ¡Voy a hablar con esa vieja cabrona hija de su tiznada madre para decirle que la voy a mandar a la chingada!
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El cliente se sobresaltaba, y aun se molestaba y ofendía.
–Óigame, licenciado –protestaba–. No ofenda usted a mi señora. Es la madre de mis hijos.
¡Había dado en el clavo el abogado! Funcionó su método.
–No, amigo –le decía al cliente–. Usted no quiere divorciarse de su esposa. Para divorciarse de una mujer hay que odiarla, y usted no odia a la suya. Ande, vaya a su casa y arréglese con ella.
Generalmente, se enteraba el licenciado, esos casos tenían final feliz.