Drama migratorio, una tragedia eterna
Laurelina era dada a la expresión romántica. En amoroso arrebato le dijo a su novio Carnelo: “¡Mis ojos son tuyos! ¡Tuyas mi frente nívea y mis mejillas róseas! ¡Tuyos mis perlinos dientes! ¡Tuyo mi cuello de gacela y mi cintura de palmera arábiga! ¡Tuyas mis manos de azucena! ¡Tuyos mis pequeños y albos pies!”. Le reprochó Carnelo: “Te estás guardando lo mejor para ti”... Raro vocablo ya olvidado es la palabra “cachuchero”. Se aplicaba al individuo que pretendía yogar con una prostituta sin pagar por sus servicios lo debido. A esa especie pertenecía aquel sujeto que le indicó a la sexoservidora: “Quiero que lo hagas como lo hace mi esposa”. Preguntó, interesada, la mujer: “¿Cómo lo hace tu esposa?”. Respondió el tipo: “Gratis”. (Cabrón, ¿de dónde crees que esa caritativa pecadora saca el sustento para sí y los suyos? ¡De su trabajo, imbécil! Bien dicen los norteamericanos: “No mill, no meal”. Si no hay molino –o sea trabajo– no hay comida)... El hombre es por esencia caminante. Homo viator, decían los latinos. Un paso tras otro llegó desde el lugar de su ignorado origen hasta todos los rincones del planeta. ¿Por qué caminó el hombre, y por qué muchos siguen caminando a través de desiertos y de selvas, o cruzando los mares de un continente a otro? Por hambre. Por hambre marcha el hombre. Por hambre deja su solar nativo y va en busca de horizontes lejanos que le ofrecen como esperanza el pan. Así hicieron los israelitas que vagaron por el desierto 40 años en busca de la Tierra Prometida, cuyos ríos manaban leche y miel y cuyos racimos, en expresión del poeta jerezano, fatigaban el dorso de dos hebreos. Por hambre los pioneros norteamericanos fueron en sus carretas por las vastas extensiones para llegar a un lejano Oeste que les ofrecía trigo y oro. Por hambre los segundones españoles, sin más destino que Iglesia, mar o casa real, vinieron a América portando a un mismo tiempo la espada en forma de cruz y la cruz en forma de espada. Pero advierto que divago. Vagar y divagar han sido siempre mis oficios principales, a más del de vivir: (“Señor –reza un amigo mío–, permíteme seguir viviendo mientras esté vivo”). A lo que voy es a decir del drama de los migrantes que del sur vienen para llegar a la frontera norte. Su tragedia es eterna como el hombre. Eterna como el hambre. “Siempre habrá pobres entre vosotros”, dejó dicho el Rabí. Parte el alma ver esos trenes detenidos en las estaciones, sus techos llenos de mujeres, niños y hombres que escapan de la pobreza con riesgo de sus vidas y que por eso mismo obligan a los trenes a parar. Valle de lágrimas es este mundo, lo dice la oración mariana, pero también es valle de injusticias, de violencias, de opresión. Mientras esos males reinen en nuestras naciones seguirán pasando esas dolientes caravanas que para muchos no existen porque no las ven, pero que son herida en el corazón del mundo. Perdón: esta última frase sonó melodramática, y yo procuro huir de lo dramático después de haber subido al palco escénico –pecado de juventud– en obras como “La Antorcha Escondida”, “La Jaula de la Leona” y “Mancha que Limpia”. Suspendo por eso la disertación y vuelvo a caminar por sendas menos oscuras y fragosas... Noche de bodas. Tarsilo, joven de vida recta y ordenada, casó con Mariolita, vivaracha damisela. Al empezar la ocasión nupcial el devoto muchacho le dijo, solemne, a su dulcinea: “Tengo un obsequio para ti, mi cielo. A lo largo de la vida me he conservado honesto y casto. Esta noche te haré el regalo de mi virginidad”. “Gracias, amor –respondió ella–. Mañana yo te compraré una corbata”... FIN.
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