El circo
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Richard Burton y Liz Taylor se aburrían en su casa de Vallarta. Los días se alargaban, uno tras otro, iguales todos. Las charlas se habían agotado ya; los libros habían sido leídos y releídos; no quedaba nada interesante por hacer. Los juegos de cartas no los divertían; los cansaba la vista del mar desde el jardín. Y debían seguir ahí, esperando, porque el yate de Burton, el “Malizka” −nombre formado con las primeras letras de los nombres de sus hijas, Maria y Kate, y el de Liz−, no acababa de llegar de su puerto de reparación, San Diego.
El actor había decidido intentar, por vez enésima, dejar el alcohol. Su último examen médico, practicado en Nueva York, mostró un crecimiento considerable de hígado. Los médicos le dieron a escoger: su vida o las tres botellas de vodka que bebía diariamente.
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Dejó de tomar, pero eso le trajo una inmediata −e inesperada− consecuencia. “...Se me ha desaparecido totalmente el deseo sexual −escribió en su diario−, y eso no tiene nada feliz a E.-...”.
Una noche salieron a caminar por el pueblo. Con ellos iban sus invitados, George C. Scott, también famoso actor de cine, y su mujer. Al pasar por una de las callejas de Vallarta vieron que se había instalado ahí un pequeño circo, uno de esos circos de mala muerte, de barriada, con su carpa llena de remiendos y unos cuantos focos para atraer al público. Por puro aburrimiento decidieron entrar a ver la función, que estaba a punto de empezar.
Lo de siempre: un payaso que más entristecía que provocaba risa; una caballista de edad madura y peso que ponía en apuros al flaco rocín con el que actuaba; un malabarista que todo lo dejaba caer... Estaban a punto de salirse cuando se anunció el número principal del espectáculo: Barzán, el gran tirador de cuchillos.
Era un individuo joven y moreno, de gran melena oscura domeñada a duras penas con buena cantidad de vaselina. Salió a la pista con su acompañante, una muchacha de mallas rotas que saludaba al público con movimientos que querían ser sensuales. Los ayudantes trajeron una mampara de madera, y la chica se colocó de espaldas a ella, lista para recibir los cuchillos que le lanzaría Barzán.
En eso el cirquero descubrió a Liz Taylor en su palco. Pidió un micrófono y anunció con voz grandilocuente:
-Respetable público. Está con nosotros esta noche, honrándonos con su presencia, la actriz de cine más bella del mundo: ¡la señorita Elizabeth Taylor!
Un aplauso saludó a la actriz, a cuya presencia se había acostumbrado ya la gente de Vallarta desde que se filmó ahí “La noche de la iguana”. Liz agradeció con un movimiento de su mano, pensando que hasta ahí llegaría la cosa. Se equivocaba.
-Vamos a pedirle a la señorita Taylor −siguió el de los cuchillos− que esta noche sustituya a mi gentil compañera, La Bella Rosina, y que sea ella quien se coloque en la pared mortal para recibir los cuchillos que le lanzaré.
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A Burton se le secó la boca al oír eso, y más cuando vio que de buen grado, hasta divertida, Liz dejaba su asiento y pasaba al centro de la pista. Algo incitó al actor a ir tras ella.
Se colocó la Taylor en la pared, abrió los brazos con coquetería y sonriendo esperó los cuchillos. Se hizo un profundo silencio entre la gente.
(Continuará).