El cuerpo del delito; historia de un asesinato
El día que Raymunda asesinó a su marido amaneció de muy buen humor. Se había olvidado de los malos tratos de su esposo; del abandono en que siempre la tenía; de las golpizas que le propinaba; de sus borracheras y sus infidelidades; del modo en que la despojó de la herencia que le dejó su padre... ¿A qué pensar en eso si la mañana estaba clara, brillaba el sol y en el aire que bajaba de Zapalinamé se sentían los primeros anuncios de la primavera?
Fue a la cocina y dispuso lo necesario para la comida. Su marido iría a comer, le había dicho. Le haría una pierna de cerdo al horno. Sacó del congelador la pierna. En eso llegó el hombre. No había ido a dormir la noche anterior, lo mismo que tantas otras noches. Venía enojado, como siempre; mascullaba maldiciones como siempre. Sin dirigirle la palabra se desvistió para acostarse, aunque eran ya las 10 de la mañana. Así, en calzoncillo y camiseta, fue al patiecillo trasero a buscar quién sabe qué. Fue entonces cuando Raymunda le dio el golpe. Se lo dio con todas sus fuerzas, en la parte de atrás de la cabeza. Al golpearlo oyó −recordaría después− un ruido como que de cosa que se quiebra. Cayó el hombre al suelo con el cráneo partido en dos. Raymunda esperó un rato y luego examinó el cuerpo: su esposo estaba muerto. Luego, con un pedazo de ladrillo, hizo unas marcas en la pared.
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Volvió a la cocina; aderezó la pierna de cerdo y la metió en el horno. Cuando ya estaba cocinada la puso sobre la estufa. Después salió a la calle gritando como loca.
A poco llegó la policía, y ella los condujo a donde estaba el hombre, muerto. Declaró que ella se había levantado temprano, pues quería hacerle una comida especial a su marido: era su santo. No lo había sentido llegar la noche anterior: estaba cansada; se acostó temprano a dormir, y él solía llegar tarde a la casa. No lo sintió. Esa mañana se levantó; se aseó; tendió la cama y luego se puso a hacer la comida. Tras meter la carne en el horno fue al patio de atrás a descolgar una ropa que había tendido. Fue entonces cuando vio a su marido en un charco de sangre. Salió gritando para pedir auxilio.
Un oficial revisó el patio y descubrió las marcas en la pared. Por ahí, dijo, había escapado el asesino. Seguramente entró a robar; el dueño de la casa oyó ruidos; fue al patio; lo sorprendió el ladrón y lo mató dándole un golpe con algún objeto contundente. Luego huyó escalando el muro. Ahí estaban las señas, muy claras.
Raymunda, deshecha en llanto, pidió castigo para el criminal. Una vecina le dijo que regresara a la cocina; que no mirara ya aquella escena horrible. Ella caminó apoyada en el oficial. La vecina preparó un té para Raymunda y un café para el oficial. Raymunda vio la pierna de cerdo que había guisado para su esposo, y rompió en llanto otra vez.
-¡No quiero verla! −sollozó−. ¡Llévesela, por favor, señor policía!
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Le puso la pierna en una olla de peltre, y lo acompañó con la vecina hasta la puerta. El oficial le dijo que buscarían al asesino, pero que no le garantizaba nada, pues ya había revisado la parte de afuera de la casa, y aunque miró unas huellas que se perdían después en el arroyo. Si no aparecía el instrumento con que el asesino golpeó a su esposo sería difícil comprobar el crimen. Un abogado hábil podría decir que su marido había resbalado, y que con el golpe de la caída había muerto.
-Está bien señor, está bien −gimió Raymunda ya más quedamente−. Ahí le encargo que haga lo que pueda.
Se fueron todos, y quedó sola Raymunda. Tendida en su cama, con una vaga sonrisa entre los labios, pensó que una pierna de cerdo, congelada, es útil instrumento para librarse de un marido golpeador.
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