El fin de Año: Entre el desmadre y la resaca cósmica

Opinión
/ 27 diciembre 2024

Cada fin de año es una oportunidad para detenernos, mirar atrás y darnos cuenta de que, a pesar de todo, sobrevivimos

Mis queridos lectores, ya podemos decir que sobrevivimos a la muy mentada Navidad, no sé si fue gracias a Dios, el Diablo o Superman, pero lo logramos. Pero no se me emocionen tanto, esta dura batalla aún no termina. Así es, aún nos queda un último frente que librar, y me refiero a esa cena de fin de año.

Ah, el fin de año. Ese momento glorioso donde todos fingimos que somos filósofos de café, haciendo listas de propósitos que jamás cumplimos mientras brindamos con un vino más barato que nuestros estándares. Es el cierre de un ciclo, el gran remate, el “ya vámonos a la chingada” del calendario. Pero no se emocione tanto, como dije, esta fiesta viene cargada de tradiciones absurdas, hipocresías familiares y un montón de uvas que nadie sabe comer a tiempo.

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El resumen del año siempre está lleno de puras mamadas y poquita nostalgia. Antes de que lleguemos a la peda principal, todos caemos en la trampa del resumen del año. Que si Spotify Wrapped le dice que escuchó más reggaetón de lo que admitiría, o Facebook le recuerda esas fotos donde sale más arrugado que su futuro. El fin de año es ese momento donde, por alguna razón, creemos que hay que reflexionar.

¡Ay, sí, reflexionar! Como si los 364 días anteriores no hubiéramos estado al borde del colapso existencial. Nos vemos en el espejo y pensamos: “¿Qué logré este año? ¿Qué hice con mi vida?”. Y la respuesta es la misma de siempre: sobreviví. Lo cual, siendo sinceros, ya es bastante cabrón.

Pero tenemos las tradiciones, aunque todo sea por el desmadre. El fin de año está lleno de rituales que oscilan entre lo mágico y lo pendejo. Un ejemplo: Las 12 uvas: Un clásico. Intentar tragarse 12 uvas en 12 segundos mientras pide deseos tan estúpidos como: “bajar de peso” o “encontrar el amor”. Al final, nos terminamos atragantado con un deseo sin terminar y jurando que el próximo año sí le vamos a echar ganitas al gimnasio (spoiler: no lo haremos).

Otro es la ropa interior de colores: Que si roja para el amor, amarilla para el dinero y blanca para la paz. Nadie nos dice que, por más calzones amarillos que usemos, nuestra quincena seguirá siendo la misma. Pero ahí estamos, creyendo que nuestro destino depende de la ropa interior, como si fuéramos extras en una telenovela cósmica.

Y claro, no puede faltar salir con la maleta: Esta joya consiste en correr como imbécil por la cuadra con una maleta vacía, “para viajar más”. Pero lo único que logramos es que los vecinos piensen que nos vamos a mudar o que nos embriagamos más temprano de lo normal.

Hay veces que aunque nos guste o no, hay que reconocer que la cena de fin de año es el perfecto festival de la hipocresía familiar.

Después de saludar, beso, abrazo y toda esa ceremoniosa tortura, llegamos al plato fuerte: la cena. Esa reunión donde todos hacen como que se quieren, pero la verdad es que lo único que quieren es servirse más pavo. Aquí como partido de futbol la alineación titular sería:

El tío borracho, ese que llega diciendo que no va a tomar tanto “porque mañana manejo”, pero ya para las 11 de la noche está cantando “El Rey” con lágrimas en los ojos y un tequila en cada mano. Y luego la prima fitness que dice que no come carbohidratos, pero le entra al ponche con piquete como si fuera su última cena. Claro, también está la tía metiche, que pregunta por qué sigues soltero/a, o si está casado/a por qué no tiene hijos todavía, todo esto mientras ignora que su propio matrimonio es un Titanic emocional. Y al final, usted, fingiendo que ama estar ahí mientras revisa su celular para ver si sus amigos ya están armando el after.

La comida, como siempre, es una bomba de grasa y azúcar que haría llorar a cualquier nutriólogo. Pavo seco, ensalada de manzana (¿por qué chingados lleva mayonesa? ¿Por qué chingados hacen esta pinche ensalada para empezar?) y ponche cargado de alcohol para soportar a la familia. Es un buffet de emociones encontradas y triglicéridos elevados.

Luego de las campanadas, viene el momento cúspide: los propósitos de Año Nuevo. La mentira que nos une. Ese ritual colectivo donde todos juramos que seremos mejores personas, aunque sabemos que seguiremos siendo los mismos cabrones de siempre: “Voy a ahorrar”: Claro, hasta que llega la cuesta de enero y terminamos empeñando hasta el PlayStation. “Voy al gimnasio”: Lo decimos cada año, pero lo más cerca que estamos del cardio es correr por los tacos. Y mi favorita: “Voy a dejar el alcohol”: Nos lo creemos tanto hasta que alguien saca una botella y recordamos que nadie quiere brindar con agua.

Y si logramos sobrevivir la cena familiar, llega el after. Aquí ya no hay pretensiones: es puro desmadre. Karaoke, más alcohol y para los más valientes, las primeras selfies del año. Es ese momento mágico donde todo se vale, y el mundo parece un lugar mejor aunque sea por unas horas.

Pero entre todo el caos, las uvas atoradas, los propósitos ridículos y el alcohol que ya empieza a hacer estragos, hay un momento de calma. Un instante raro, casi incómodo, en el que las risas se apagan un poco, la música baja y uno se queda mirando al horizonte, preguntándose: “¿Qué chingados estoy haciendo con mi vida?”.

Y ahí está la magia del fin de año: en medio de todo el desmadre, aparece esa pequeña chispa de introspección que, aunque incómoda, es necesaria. Porque, vamos a ser honestos, el año no fue perfecto. Seguro hubo momentos en los que quisimos tirar la toalla, aventar todo al carajo y desaparecer. Tal vez perdimos algo o a alguien. Tal vez nos rompieron el corazón o nosotros rompimos alguno. Tal vez intentamos y fallamos. O ni siquiera intentamos porque el miedo nos ganó.

Pero aquí estamos. Aquí seguimos de pie. Y eso ya es un chingo. Porque la vida no es un cuento de hadas ni un guion de película motivacional donde todo sale bien al final. La vida es caos, es incertidumbre, es cagarla y aprender. Y aunque suene cursi, cada fin de año es una oportunidad para detenernos, mirar atrás y darnos cuenta de que, a pesar de todo, sobrevivimos.

Siempre hablo de la trampa del tiempo, de lo que realmente importa, y en este mundo donde todo va en chinga: los días, las semanas, los años, el fin de año nos obliga a detenernos. A pensar en lo que realmente importa. Porque, al final del día, ¿qué nos queda? Los momentos. Las risas que compartimos, las lágrimas que soltamos, los abrazos que dimos.

Nadie se acuerda de cuánto dinero ganó o perdió, o de si subió dos kilos en diciembre. Lo que se queda grabado son las veces que nos partimos de risa con nuestros amigos, las madrugadas en las que hablamos de cosas profundas con alguien especial, o esos días simples en los que todo parecía estar en paz. Eso es lo que vale.

La clave está en encontrar el balance perfecto, no ser tan cabrón con uno mismo.

¿Sabe qué otra cosa nos enseña el fin de año? A ser un poquito más compasivos con nosotros mismos. A veces somos nuestros peores jueces, exigiéndonos metas imposibles y castigándonos por no cumplirlas. Pero si nos detenemos a pensar, hicimos lo mejor que pudimos con lo que teníamos. Y eso es suficiente.

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No importa si no cumplimos todos nuestros propósitos o si no llegamos tan lejos como queríamos. Lo que importa es que estamos aquí, en el último día del año, listos para intentarlo de nuevo. Y eso, mis queridos lectores, es más valiente de lo que creen.

Así que, cuando levante su copa y diga “¡Salud!”, no lo haga sólo por el año que se va. Hágalo por usted. Por la persona que fue, con todas sus virtudes y sus defectos. Por las veces que se levantó, aunque todo parecía estar en su contra. Y sobre todo, hágalo por el año que viene. Porque aunque no sabemos qué traerá, lo que sí sabemos es que tenemos la oportunidad de vivirlo. De intentar de nuevo. De reír, de amar, de cagarla y aprender. De ser humanos, con todo lo hermoso y caótico que eso implica. Que sea un brindis por el futuro, por un año más, por una oportunidad más. Pero al fin y al cabo, esta es solamente mi siempre y nunca jamás humilde opinión. Y usted... ¿Qué opina?

Yo le deseo una muy buena cena, una excelente perdición en alcohol si es que acostumbra, y si no, considérelo, un disfrute de ese suero intravenoso al día siguiente, y sobre todo un muy próspero Año Nuevo; espero seguir compartiendo con usted más y más de mis locuras.

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