Pese a que han transcurrido tres décadas desde que en nuestro país se realizó el primer debate entre candidatos a la Presidencia de la República, con lo cual se inauguró oficialmente el uso de esta herramienta en los procesos electorales y su posterior popularización, no hemos logrado consolidar una cultura del debate entre quienes aspiran a ocupar cargos públicos.
Esto ocurre por una razón simple: los candidatos a cargos de elección popular, al menos en México, son reacios a debatir. O, para decirlo con mayor claridad, solamente si se les obliga es posible que acudan a un ejercicio de este tipo, aunque siempre intentarán “ajustar” el formato a uno que en realidad implique no debatir.
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Y esto es así porque, salvo muy contadas excepciones, quienes incursionan en la actividad pública no consideran el contraste de ideas un elemento indispensable de la lucha por los votos de la ciudadanía. No se trata, para decirlo claro también, de convencer a los electores, sino solamente de vencer al adversario en las urnas.
El menosprecio al debate se refuerza con el hecho de que en nuestro país, como lo demuestran múltiples análisis, la victoria electoral se funda, sobre todo, en la capacidad de movilización el día de la jornada electoral. Así pues, la mayor parte de los recursos de campaña, de todos los partidos, se destina a construir y financiar una estructura para dicho propósito.
Pero que nuestros políticos no quieran −porque no saben− debatir es una cosa y que la autoridad electoral les permita refugiarse en sus limitaciones organizando un ejercicio que constituye, en esencia, una pérdida de tiempo, es una bien distinta.
El comentario viene al caso a propósito del ejercicio desarrollado ayer en Saltillo entre la media docena de personas que buscan convertirse en sucesoras del alcalde actual. Técnicamente el ejercicio fue un debate, pero en la realidad estuvo muy lejos de ello.
Y lo estuvo, sobre todo, porque el formato establecido por el Instituto Electoral de Coahuila (IEC) fue uno que dejó claro, desde el primer momento, que se trataría de un desfile de monólogos. Tan evidente era esta situación que prácticamente todos los participantes se dedicaron a leer −en mayor o menor medida− todas o casi todas sus intervenciones.
Por ello, salvo los chispazos de contraste y humor aportados por uno de los contendientes, el ejercicio no aportó gran cosa, más allá de lo anecdótico, para que la ciudadanía saltillense pueda construirse una idea robusta sobre quiénes aspiran a gobernarnos.
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Lo más lamentable del caso es que ya habíamos avanzado en el camino de organizar debates que tuvieran algo de sustancia y escaparan al acartonamiento clásico en el cual buscan refugiarse nuestros políticos. Por desgracia, la autoridad electoral les ha permitido regresar nuevamente a ese punto.
Se trata de un retroceso inadmisible que debería provocar una discusión seria en torno al cumplimiento de las obligaciones democráticas del IEC.