El mundo al alcance de tus manos
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En un fragmento muy conocido de “El Poder del Mito”, el escritor Joseph Campbell dice que puedes entender qué está dando forma a una sociedad fijándote en su edificio más sobresaliente: “Cuando te acercas a una ciudad medieval, la catedral es lo más alto que hay. Cuando te acercas a una ciudad del siglo 18, es el palacio político el más alto. Y cuando te acercas a una ciudad moderna, los edificios más altos son los de oficinas, los centros de la vida económica”. Pues bien, hubo un tiempo en el que el mueble estrella de una casa, a veces también el más alto, otras veces tan solo el más aparatoso, fue el de la computadora de escritorio.
Durante un breve tiempo, en los noventa y los dosmil, entre la popularización y el triunfo de las portátiles, las conocidas laptop, la computadora de escritorio disfrutó de una posición privilegiada en un mueble de diseño atroz y ergonomía dudosa, con bandejas y espacios para cada elemento (la torre lenta, el CPU para que me entiendan, el monitor de culo enorme, el ratón de bola sucia y, claro, el excelente teclado). Unas estanterías integradas laterales y, a veces, también superiores coronaban el invento. Compartido por toda la familia, su sitio natural fue colocarla donde todos la vieran, había que presumir el máximo avance de tecnología de la humanidad. La computadora de escritorio engarzada como una perla entre melamina noventera sí que fue un panóptico: allí se compartía hasta el historial. Intimidad, poca; ruido, mucho.
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Pero el tiempo pasó veloz, los cables desaparecieron y los tecnoaltares domésticos fueron desarticulados, siendo sustituidos por las portátiles y teléfonos celulares más pequeños y baratos. Las reliquias de esa época en la que internet era un lugar físico donde ibas a sentarte, un botón que se podía apagar y encender, y no un dios omnipresente al que rendir cuentas desde la cama, el trabajo, el baño o el autobús, pueden verse aún en los museos, pero nada más, de eso ya sólo queda el recuerdo y la triste aparición en alguna película o serie de antaño.
En un cambio sutil e importante que pasó desapercibido, cada miembro de la familia se hizo con uno o varios dispositivos individuales, ubicuos y privados. Dice una ley clásica de la cultura digital, la ley de Amara, que solemos sobrestimar los efectos de la tecnología a corto plazo y subestimarlos a largo.
A veces alguien me cuenta que le preocupa la relación de sus criaturas con la tecnología, o que no sabe cuándo comprarles un teléfono celular. Tienen razón en sus dudas. Las pruebas de la influencia de las redes en la salud mental de los menores empiezan a ser tan sólidas que varios países, como por ejemplo Estados Unidos, han demandado a TikTok por perjudicarla; el año pasado fue Meta (Facebook e Instagram) la querellada.
Cuando se pone un teléfono sin supervisión en manos de un niño se le está facilitando el acceso a un mundo en muchas ocasiones violento: se calcula que la edad de inicio está, en el 20 por ciento de los casos, en los 8 años. Puede que el lugar más peligroso del mundo para la salud mental de un adolescente sea su propia habitación, mirando su celular en soledad.
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A los padres y madres inquietos me gustaría tranquilizarles diciéndoles que he identificado el momento justo en el que comenzó a estropearse todo, y que arreglarlo es tan fácil como viajar en el tiempo para impedir que la vieja computadora de escritorio y su feo mueble acaben aparcados en la casa del pueblo, pero no parece muy razonable. Al final, lo más irónico de todo es que la tecnología, esa que nos prometía conectarnos como nunca antes, ha terminado por separarnos en nuestras propias burbujas individuales. Mientras antes la computadora de escritorio era un centro de interacción familiar aunque incómodo y desastroso, ahora cada miembro de la familia tiene su propio dispositivo, sus propios mundos y muchas veces sus propios problemas ocultos tras una pantalla.
Y aunque es fácil señalar a las redes sociales o a los teléfonos celulares como los culpables del aislamiento y de los peligros que enfrentan los niños y adolescentes hoy en día, la verdad es que no es la tecnología la que ha fallado, sino nosotros. Hemos subestimado el impacto que tiene en nuestras relaciones y sobrestimado su capacidad para resolverlo todo. La verdadera responsabilidad no está en evitar que el celular entre en sus manos, sino en estar ahí, presentes, conectados, enseñándoles a vivir con él, no a través de él. Porque al final del día, la conexión más importante no es la que se hace por WiFi, sino la que construimos con las personas que amamos. Pero al fin y al cabo, esta es solamente mi siempre y nunca jamás humilde opinión. Y usted... ¿Qué opina?
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