El Sanedrín revela el secreto del arca de la alianza
De la serie de artículos periodísticos atemporales sobre la vida y obra de Jesús de Nazaret, con información ‘de primera mano’, recabada ‘justo en el momento y lugar de los hechos’
JERUSALÉN, miércoles 1 de abril del año 34.– Sobre la elevada explanada del templo, concretamente en el “atrio de los gentiles”, se extiende, a manera de barrera protectora, una pared que circunda al edificio.
En su cara exterior resaltan inscripciones redactadas en griego y en latín, con la prohibición a los no judíos de cruzar dicho muro y adentrarse en los espacios sagrados.
Ningún extranjero –rezan los pétreos avisos– deberá introducirse tras las barreras que rodean al santuario. Al que se le sorprenda no tendrá a nadie más que a sí mismo a quien culpar de su muerte, que se producirá de inmediato.
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Pero nadie habla de la existencia de un singular pagano que es inmune a esta terrible disposición: el cruel procurador de Judea, Lucio Poncio Pilatos.
Presuroso, se le ve arribar a dichas instalaciones, donde previamente congregó a los líderes sacerdotales y doctos en la ley israelita –la Torá–, con quienes de inmediato se introduce al templo.
Según relata José, el de Arimatea (Armathajim), distinguido miembro del Sanedrín y encargado de las llaves del santuario –quien alojara en una tumba de su propiedad, aún sin estrenar, el cadáver martirizado de Jesús, del cual es tío abuelo–, el gobernante mandó a cerrar todos los accesos del santo recinto.
El asunto a tratar con las autoridades judías no era menor, y fue al grano: “Sé que aquí conservan una colección de libros antiguos. Háblenme de las predicciones que contienen”. Evidentemente, deseaba conocer todo lo concerniente a Jesús, cuya ejecución le pesaba.
Cuatro ministros del templo no tardaron en mostrarle los manuscritos, adornados con oro y piedras preciosas. Pero no fue necesario leerlos.
Robados recientemente por Dimas, uno de los dos malhechores crucificados junto a Jesús, los valiosos rollos acababan de ser recuperados, junto con otro compendio conocido como “El Secreto de Salomón”.
“Más les vale que me hablen con la verdad”, advirtió a los eruditos el atribulado dignatario romano, confiando en que sabrían interpretar fielmente los escritos.
“¿Es verdad que ese Jesús, a quien ustedes crucificaron, debía venir a salvar al mundo? ¿Cuántos años debían transcurrir hasta su venida?”, preguntó.
Viendo su determinación de conocer algo tan trascendente, Anás y Caifás, jefes del Sanedrín –asamblea integrada por 72 líderes: ancianos, la aristocracia sacerdotal y miembros de las sectas de los saduceos, escribas y fariseos–, expulsaron a todos los presentes, quedando a solas con el impaciente funcionario imperial.
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“Así que, invocando –le dijeron– la edificación del templo, nos pides que te manifestemos la verdad y que te demos razón de los misterios”. A esta recapitulación, el funcionario simplemente asintió con su cabeza.
“Pues bien –continuaron–, luego que hubimos crucificado a Jesús, ignorando que era el hijo de Dios, y creyendo que hacía milagros por arte de encantamiento, celebramos una gran asamblea en este mismo lugar”.
“Quizá todavía no lo sepas, pero, consultando entre nosotros sobre las maravillas realizadas por Jesús, hemos encontrado muchos testigos de nuestra raza que nos aseguraron haberlo visto vivo después de su muerte”, informaron.
“Hasta hallamos a dos testigos –prosiguieron– que afirman haber visto a Jesús resucitar cuerpos de muertos, y hemos tenido en nuestras manos el relato por escrito de los grandes prodigios cumplidos por Jesús entre esos difuntos”.
Callado, Pilatos seguía la historia, al tiempo en que el ambiente del lugar se tornaba cada vez más pesado. Lo que escucharía enseguida lo dejaría atónito.
“Es costumbre nuestra abrir cada año los libros sagrados en nuestra sinagoga para buscar el testimonio de Dios; eso hicimos recientemente”.
“En el primer libro de los setenta, donde el arcángel Miguel habla al tercer hijo de Adán, encontramos mención de los más de cinco mil años que debían transcurrir hasta que el Ungido descendiese del cielo, el Hijo bien amado de Dios”.
Poco a poco, los depositarios de la sabiduría judía fueron soltando las amarras: “Las escrituras nos recordaron que el Señor de Israel dijo a Moisés: Haz un arca de alianza de dos codos y medio de largo, de un codo y medio de alto, y de un codo y medio de ancho, que, en total, son cinco codos y medio, esto es, mil años por codo”.
“Al cabo de cinco mil años y medio, el nazareno debía venir al mundo en el ‘arca’ de su cuerpo, que, conforme al testimonio de nuestras Escrituras, es el Unigénito de Dios y Señor de Israel”.
“Nosotros, príncipes de los sacerdotes, asombrados ante los milagros ocurridos en torno a Yeshua, el Cristo, sentimos que debíamos volver a abrir estos libros y hacer un recuento de todas las generaciones hasta José y María, madre de Jesús”.
“Tomando en cuenta que era de la estirpe de David, encontramos que Dios ha cumplido sus designios anunciados. Desde que creó el cielo, la tierra y el hombre, hasta la encarnación del Cristo, han transcurrido 5 mil 500 años”.
El procurador finalmente escuchó de los labios de Anás y Caifás lo que quería corroborar: “Jesús, a quien hemos crucificado –admitieron con inusitada certeza–, es el verdadero Cristo, hijo del Dios omnipotente”.
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Acto seguido, Poncio Pilatos cayó de hinojos, sin poder articular palabra. Su apesadumbrada mirada y su rostro descompuesto lo decían todo. El impacto había sido demoledor. De no haber sido por la ayuda de su escolta, no habría podido salir del templo.
No muy lejos de ahí, también a puerta cerrada con los otros 10 apóstoles, Tomás palpaba las cicatrices que había dejado la crucifixión en el cuerpo del nazareno.
Al comprobar de esta manera que su maestro, efectivamente, había cumplido su promesa de recobrar la vida tras el letal martirio, exclamó ante él: “¡Señor mío, y Dios mío!”.