Ejecuta el procurador Pilatos al rabí de Galilea
Antes de ello, Jesús el nazareno instruye a sus apóstoles cómo conmemorar su muerte —no su natalicio—, y les promete resucitar, ascender al cielo y retornar a la Tierra para fundar su reino, tal como lo refiere esta parte del ejercicio periodístico —atemporal—, realizado justo en el momento y lugar de los hechos, en coincidencia con la narrativa, tanto bíblica como apócrifa
JERUSALÉN, miércoles 24 de marzo del año 34.– Al filo de las 15:00 horas y en vísperas de la Pascua (Pésaj = “Saltar”), a la edad de 33 años, Jesús el Mesías (Yeshua Ha’Mashiaj) murió crucificado en el monte Gólgota (Gulgalta = “Calavera”), situado a las afueras de esta ciudad, cerca de un huerto, donde horas después fue sepultado.
Hijo de José y María, un piadoso matrimonio que, según se cree, desciende del gran rey David, exhaló su último aliento en medio de otros dos hombres que también fueron sentenciados a la pena capital y a quienes los lugareños conocen como Dimas y Gestas, el primero de los cuales fue colocado a su izquierda y el segundo a su derecha, fijados igualmente con clavos en sus respectivas cruces.
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Al “rabí de Galilea”, como le llamaban, le sobreviven su madre, lo mismo que sus hermanos: Jacobo, José, Simón, Judas, María y Salomé, entre otros, así como María de Magdala, a quien algunas fuentes identifican como su cónyuge.
Los hechos tuvieron lugar a tres años y medio de que el ilustre maestro iniciara, en la comunidad pesquera de Cafarnaúm (Kəfar Nāḥūm = “Aldea de Nahúm”), una intensa campaña para instaurar lo que él anunció como “el reino de Dios y su justicia”, apoyado por 12 colaboradores cercanos o apóstoles (“enviados”), a quienes encomendó la tarea de esparcir la “buena noticia” de salvación eterna de todos los pecadores arrepentidos y convertidos.
Longinos, uno de los centuriones que participaron en el ajusticiamiento, traspasó con su lanza uno de los costados de Jesús, causándole una herida de la que pareció brotar agua y sangre, lo que confirmó su muerte, por lo que no fue necesario fracturarle las piernas —método que se utiliza para precipitar el fallecimiento de los crucificados—, en cambio, sí se procedió de esta manera con los otros dos condenados, al seguir vivos.
Nacido en Belén (Beth-lehem), asentamiento de Judea que se sitúa a 10 kilómetros al sur de Jerusalén, pero criado en Nazaret (Nétzer), localidad septentrional de la jurisdicción romana de Galilea, el sentenciado fue aprehendido la noche anterior en el huerto Getsemaní (Gath-smânê) por una turba de soldados imperiales, ministros y guardias de los sumos sacerdotes y de los fariseos, estos últimos, una influyente secta político-religiosa, pro Roma.
Todos ellos fueron guiados por Judas Iscariote, uno de los doce apóstoles —oriundo de Keriot, en Judea)—, quien, a fin de que los captores pudieran localizar, identificar y arrestar al Cristo o “Ungido” de Dios, propuso, como señal, darle a este un beso, a cambio de lo cual había recibido de los sumos sacerdotes un soborno de 30 monedas de plata.
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De manera irregular, Yeshua fue enjuiciado en dos ocasiones consecutivas: primero, por la referida corte israelita que, al ser convocada urgentemente a sesionar de noche y estando ausentes una buena parte de sus integrantes, violó el proceso contemplado en su propia ley.
En estas circunstancias, la asamblea lo declaró culpable de blasfemia, considerada como una grave violación a la ley de Moisés, que irremediablemente se castiga con la muerte.
“¿Eres tú el Cristo, el hijo del Bendito?”, le preguntó el sumo sacerdote durante el juicio, plagado de falsos testigos, a lo que el acusado respondió, contundente: “Yo soy, y verán al hijo del hombre sentado a la diestra de la potencia de Dios y viniendo con las nubes en el cielo”.
Tal declaración provocó la indignación e ira del Sanedrín, que terminó por sentenciarlo a morir apedreado, aunque fue la autoridad romana la que finalmente aplicó la pena capital, mediante el martirio de la cruz, pues, de acuerdo con la legislación romana, los judíos no están legalmente facultados para materializar esta clase de sentencia.
El segundo juicio estuvo a cargo del prefecto romano de Judea, Poncio Pilato, quien, al verse presionado por un tumulto incitado por los líderes del pueblo, quienes le dijeron que dejaría de ser amigo del César si se negaba a ejecutar a Yeshua, pues se había autoproclamado rey, se vio obligado a ordenar su crucifixión.
Contrario a la crueldad que le caracterizaba, el gobernante se lavó públicamente las manos para dar a entender que estaba libre de culpa por la muerte de quien consideraba inocente de todo cargo, esto, tras haberlo interrogado en privado.
Durante este acto simbólico, Pilato dijo a la agitada muchedumbre: “Soy inocente de la sangre de este justo; ¡allá ustedes!”. A esto, los incitadores le contestaron: “¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!”.
Siguiendo una tradición que supuestamente se observaba por estas fechas, el prefecto puso delante de la multitud al nazareno y a Barrabás (Barʾabbā = “hijo del Padre”), con objeto de que le dijeran quién de los dos debía quedar en libertad.
Contra el pronóstico de Pilatos, eligieron al famoso sedicioso y le entregaron a Yeshua para que ordenase su ejecución.
Previamente, el gobernante de Judea había hecho que Jesús se presentase ante Herodes, tetrarca de Perea y Galilea, quien se encuentra temporalmente en Jerusalén, ya que, según su jurisdicción, a él le corresponde juzgarlo, pero se negó a hacerlo.
En lugar de ello, lo interrogó con suma curiosidad, incluso le pidió infructuosamente algún milagro y, en medio de maltratos, lo sometió a escarnio, antes de enviárselo de regreso a Poncio Pilato. A raíz de estos hechos, los gobernantes terminaron con la enemistad que había entre ambos.
Tras recibirlo de nuevo, el procurador dispuso que el reo fuese clavado de pies y manos a una cruz de madera, sobre la cual mandó colocar un letrero en hebreo, latín y griego, que se traduce: “Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos”.
Dicha inscripción provocó la indignación y cólera de los líderes israelitas, no sólo porque no lo consideran su rey, sino porque, al parecer, en la inscripción hebrea está implícito el nombre de Dios, lo que constituiría una grave blasfemia: היהודים המלך הנצרי ישוע, esto es: Yeshua’ Hanotzri Hamélej Hayehudim, cuyas letras iniciales en latín son: “INRI”.
La muerte del crucificado se suscitó en medio de aterradores episodios: al filo del mediodía cayeron tinieblas por tres horas, tiempo durante el cual la luna enrojeció, hubo truenos, el templo prácticamente desapareció, habiéndose roto su velo de arriba abajo, al tiempo que tembló y se abrió una gigantesca grieta en la tierra.
Hay quienes aseguran haber visto resucitar a un sinnúmero de muertos, entre ellos, los 12 patriarcas israelitas, incluidos: Abraham, Isaac, Jacob, Moisés y al justo Job.
Otros testigos vieron recorrer las calles de Jerusalén a quienes identificaron como “las primicias de los muertos”, es decir, personas fallecidas hace 3 mil 500 años, que volvieron a la vida para lamentar la gran injusticia que se estaba cometiendo contra “el hijo de Dios”.
Ahora, corre el rumor de que el cadáver del crucificado podría ser sustraído y ocultado por sus discípulos para hacer creer que Yehshúa resucitó, ya que en reiteradas ocasiones él anunció que volvería a la vida luego de permanecer tres días y tres noches muerto en el sepulcro, a semejanza de un hecho paralelo y premonitorio que puede leerse en el libro del profeta Jonás, escrito ocho siglos atrás.
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Esta es la razón por la que el gobierno romano asignó guardias en torno a la tumba del nazareno, donada por José de Arimatea, tío-abuelo de Jesús.
El rico funcionario se hizo acompañar de Nicodemo, reconocido fariseo, cuando acudió a solicitar en secreto el cadáver de Jesús, con objeto de depositarlo en un sepulcro sin estrenar, mismo que, tras la correspondiente inhumación, había sido sellado.
Mientras tanto, trascendió que Poncio Pilato, para distraer la atención de Roma, envió cartas al emperador Tiberio César, en las que le hace saber “la realidad” de lo sucedido. Según él, ordenó degollar y enterrar de inmediato a Yeshua.
En su versión de los hechos, le aseguró que procedió a dicha ejecución después de que elementos de su servicio secreto le advirtieron que el predicador planeaba tomar Jerusalén mediante las armas.
Entre todos estos acontecimientos destaca como un evento significativo que Yeshua haya celebrado Pesaj con sus discípulos un día antes de ser procesado y crucificado.
Fue ahí donde les anunció que sobreviviría al martirio y que ascendería al cielo, con la promesa de retornar al mundo a instaurar su reino. También los instruyó para que conmemoraran periódicamente su muerte, no su nacimiento, como señal de su retorno.
Tras su resurrección, Jesús permaneció en la Tierra 40 días más, hasta el día que fue llevado a las alturas desde el Monte de los Olivos. Sus apóstoles y más de 500 personas atestiguan haber conversado e incluso comido con él durante ese lapso.