El valor de la palabra en la era del lopezobradorismo
En el México no democrático la palabra de los hombres en el ejercicio del poder tenía valor. Era una manera de dar certeza frente a la fragilidad de la ley, la ausencia de democracia, la inexistencia de un régimen de justicia y la falta de escrutinio al gobernante. La palabra en corto significaba mucho y en público también, aunque la retórica era más amiga de la ficción que de la realidad. Ahora, en el régimen de la democracia, la palabra se ha degradado, al igual que el apego a la verdad. Los políticos, especialmente los empoderados, mienten sin ningún rubor, más ahora. Prácticamente, todos los días el presidente López Obrador ofrece preocupante testimonio de ello.
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En las instituciones milenarias, como la Iglesia Católica, había una diferencia entre engañar y mentir. Ambas indebidas, pero lo primero ganaba licencia si había valores o bienes supremos a proteger. Lo mismo ocurre ahora con los políticos en el Gobierno, con el problema de que engañar y mentir son para ellos lo mismo. La causa todo lo justifica. Incluso pueden ser las mismas faltas del pasado indeseable, pero lo de ahora se justifica porque, según sus perpetradores, es para bien. Finalmente, se está en donde mismo, el noble fin justifica los perniciosos medios, incluso la grosera falta a la verdad. Es la lógica de guerra en la que se ha instalado al Presidente desde que inició en la política opositora; todo es permisible con tal de prevalecer.
Debe llamar la atención la ausencia de sanción social frente a esta generalizada práctica de mentir. El Presidente eleva a la condición de dogma el apego a la verdad; en la práctica se hace justamente lo contrario. Para muchos mexicanos eso no es relevante. Incluso en asuntos tan graves como es la inseguridad o la falta de salud, el Presidente se despacha con la cuchara grande de la falsedad. Los números de su aceptación no cambian y precisamente por ello el abuso crece.
Así, por ejemplo, el Presidente comprometió una feliz y alegre Navidad para los habitantes de Acapulco a días de la tragedia. Bien, se sabía que era imposible cumplir porque el daño era mayúsculo y el regreso a la normalidad, si es que eso fuera posible, llevaría años. El periodo navideño estaba a meses. La realidad es que muchos residentes la padecen por la gravedad del daño y la omisión gubernamental, además de que muchos otros afectados que ante el perjuicio tuvieron que migrar. Los trabajos no se recuperan, tampoco los negocios. Si acaso el Acapulco de los ricos registra parcial recuperación, magnificada por la prensa servil al poder.
El Presidente también miente cuando remite al consumo de drogas a explicación de las masacres recientes de jóvenes en Celaya y Salvatierra. Además de ser una grosera falsedad, es un acto de crueldad extrema. Los padres de las víctimas han demandado al menos una disculpa presidencial. No ocurre así porque el Presidente cree que es tanto como afectar la investidura presidencial.
La secuela de mentir sin miramiento es que el cinismo se instala en el servicio público, se vuelve ejemplo a seguir y las élites juegan el papel de comparsas. Se miente interesadamente y de la misma manera la complacencia de los demás permite que los poderosos se sientan ratificados en su perniciosa práctica. Mentir permite eludir responsabilidad y también continuar en el abuso del poder.
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Mejorar la calidad de la vida pública necesariamente requiere que los hombres de la política tengan aprecio y apego a la verdad. Con autenticidad, sin trampas ni regateos. Pero más que eso, es indispensable que la sociedad exija de sus políticos un sentido de ética en el que la honestidad y la probidad no sólo refiera a los dineros y patrimonio públicos, también a una conducta que honre la palabra comprometida y, por ello, el aprecio a la verdad.
Esta consideración hace necesario que la contienda de 2024 pueda dar lugar a una valoración honesta de la palabra y el apego a la verdad. Es la sociedad a través del voto libre de los mexicanos, la mejor manera para sancionar el abuso y establecer un precedente ejemplar que imponga un nuevo estándar en la ética del servicio público.