Enamorado de Oaxaca (II)
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-Usted, señor, ¿es de El Espinal?
Así me pregunta alguien que no me conoce, y qué bueno. Yo ignoro dónde queda ese poblado de Oaxaca. Contesto:
-No, señor. Soy de Saltillo, en Coahuila.
-Ah. Es que en El Espinal todos se apellidan Fuentes.
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¡Bendito sea el Señor! ¡Y yo que pensaba que el Fuentes era nada más de la calle de General Cepeda Sur! Una fontanería completa, según me dicen, hay en El Espinal, lugar del Istmo donde todos se apellidan Fuentes por el lado paterno y Fuentes también por el materno: Fuentes Fuentes. O al revés: Fuentes Fuentes. El Fuentes es en El Espinal como el Dávila, el Valdés, el Flores o el Cepeda es en Arteaga; como el Morales, el Gutiérrez, el Del Bosque, el Saucedo, el Gil o el Coss en Ramos.
Voy a Tehuantepec. Tiene esa antigua ciudad un hermoso convento que fue de dominicos y ahora es centro cultural. El tren pasa por el mero centro de la población, y se detiene frente a la plaza principal. Hay una historia de amor tras ese inconveniente urbano. Don Porfirio Díaz, oaxaqueño, tuvo en Tehuantepec un amor escondido –o más o menos, como todos los amores escondidos–, una tehuana fuerte de espíritu y de cuerpo. Le dijo a don Porfirio en el momento de la mayor intimidad:
-Si en verdad me quieres haz que el tren pase por el frente de mi casa, y ahí se detenga, para subirme y bajarme en el portal.
Don Porfirio –bien haigan los hombres que son hombres– obsequió el deseo de su dama, seguramente para que ella le obsequiara los suyos. Y yo no lo critico: si en mis manos hubiese estado yo habría hecho pasar y detenerse frente a la puerta de la amada eterna no sólo el tren, también los aviones de Aeroméxico, la nave espacial Columbia, todos los satélites rusos y norteamericanos, y de pilón el Queen Mary y el Queen Elizabeth, más todos los cruceros de ahora. Y aún así todo eso se me habría hecho poco.
En Tehuantepec y Juchitán tuvo mando el general Heliodoro Charis Castro, hombre de grandes ocurrencias que forman un sustancioso anecdotario. Hablábamos de amores, y algo le sucedió también en el citado ramo a este personaje de ingenio peregrino y desaforados dichos y hechos. Contrató a un topógrafo a fin de que hiciera la división de un extenso predio de su propiedad, pues quería repartirlo entre su esposa e hijos.
-Muy bien −comenzó el agrimensor−. Primero voy a trazar una línea paralela.
Lo interrumpió con alarma el general.
-¡Chist! ¡No hable tan juerte! ¡Lela no entra en este reparto! ¡Ésa es otra familia!
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Se llegó el Día de la Bandera. Estaba en Juchitán don Francisco Chinas, primo del general Charis. El Chico Chinas –“Chico” se les llama en Oaxaca a los Franciscos– vivía en la capital del estado y gozaba de gran fama por su elocuencia. Don Heliodoro, jefe militar de la región, le pidió a su pariente que tomara la palabra en la ceremonia para honrar al lábaro patrio. Y empezó su discurso el orador:
-Yo, señoras y señores, amo a la bandera como a mi madre.
Tras ese magnílocuo exordio continuó el demóstenes local con otras frases igualmente altísonas. Recibió un gran aplauso al terminar. Le tocó el turno de perorar al general Charis. Y dijo:
-Yo, señoras y señores, amo a la bandera como a mi tía. Porque han de saber ustedes que el Chico Chinas y yo semos primos.