Enamorado de Oaxaca
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¡Qué afortunado soy! ¡Qué afortunado! Mis viajes de caminante de la legua me llevan por todas partes del país. Como a un juglar de ahora me aguardan todas las hospederías, me esperan todas las mesas, y míos son todos los vasos de buen vino que ansiaba para sí Gonzalo de Berceo.
Estuve hace poco en la región del Istmo: Salina Cruz, Tehuantepec y Juchitán. Tiene Oaxaca una belleza que quizá en lengua zapoteca se pueda describir, pero no en castellano u otro cualquiera de los idiomas del mundo. En Huatulco empieza mi peregrinación, junto a ese belicoso mar Pacífico que en las nueve bahías se remansa. No hay sol ahora, pues el ciclón anda rondando. Gris está el cielo, y gris el mar. Los turistas vagan por los pasillos del hotel como ánimas en pena. Yo no, porque no soy turista, y el mar y el cielo me parecen bellos con su hábito gris de monjes mercedarios.
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De Huatulco a Salina Cruz la carretera es una continua curva que sube la montaña. Baja otra vez y llega a la rada donde fondean los buques japoneses. La noche es tibia y húmeda. “Trópico cálido y bello, Istmo de Tehuantepec...”. Ahí estoy yo, en la cintura de México. La casa donde soy recibido es amplia y es hermosa. He cenado los guisos de la tierra, y un queso que deja al de todas las Europas en calidad de mazamorra sin sabor. Yo sueño −y todos los sueños que he soñado se han vuelto realidad−, yo sueño con ir a pasarme un mes en Oaxaca, sin hacer nada, sólo pasando y repasando las magias y misterios de esa tierra tan tierra, de ese cielo tan cielo y de ese mar tan mar.
Estoy en mi habitación leyendo un libro que trata de Juchitán, de su historia, de sus historias. Llueve una lluvia fina; el goterón pone su chorro en el jardín. De pronto cae cerca un rayo y se apaga la luz. A poco un empleado de la casa me trae una vela y una cajita de cerillos. Con esa luz prosigo la lectura, que se vuelve más honda y entrañable.
Leo acerca del general Heliodoro Charis Castro... Les exigía a sus hombres llevar siempre el morral del mismo lado, y el machete del otro. A quien se los cambiaba de hombro lo hacía castigar severamente. Y es que él no sabía de flancos izquierdos y derechos: para hacer que la tropa se encaminara hacia determinado rumbo ordenaba con recia voz marcial:
-¡P’al lao del machete!
O:
-¡P’al lao del morral!
Una vez, siendo jefe militar de la región de Juchitán, le fueron a avisar al general Charis que ciertos industriales extranjeros pedían permiso para pasar una gran máquina por el puente de madera sobre el río Tehuantepec.
-Es una máquina muy pesada, mi general −le advirtió el alcalde−. Es de 50 mil caballos.
-¡Ah, cabrón! −se alarmó don Heliodoro−. Pos que los caballos pasen de uno por uno; no se vaya a quer el puente.
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Pregunto por el general Charis en la comida del día siguiente, y toda la sobremesa pasa con el relato hecho por mis señoriales anfitriones de los hechos y dichos de aquel pintoresco hombre semejante a otros que en la República he hallado. En ellos encarna el travieso ingenio que tenemos los mexicanos para decir mentiras tan ciertas como la verdad y contar verdades tan falsas como la mentira.
(Seguirá).