Gran médico era el doctor Gonzalo Valdez. Cirujano supereminente, clínico infalible, muchos le debieron la vida y la salud. Pero fue además un hombre bueno, bonísimo. Tenía la llana sencillez de la gente de Arteaga, y nunca su ciencia le quitó esa bondad natural que era una de sus mejores cualidades.
Su consultorio estaba por la calle de General Cepeda −antigua de Santiago−, frente a la placita de San Francisco. Existe aún esa casa, y no ha cambiado mucho. Un zaguán enlosado con mosaicos que formaban figuras geométricas conducía a un patio en torno del cual estaban las habitaciones. Al lado izquierdo del zaguán se abría una puerta que llevaba al consultorio del insigne médico. Primero había una sala de espera, llena siempre de pacientes. Se contaban entre ellos muchos campesinos, sobre todo llegados de la sierra. Para ellos el doctor Gonzalo no sólo era el mejor médico del mundo: era también una especie de pariente al que veían con confianza y en cuyas manos ponían sus esperanzas todas.
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Yo no sé cómo se mantenía el doctor, y cómo mantenía a su familia. Sus honorarios eran muy exiguos; parecía que le daba vergüenza cobrar. A la gente del campo no le cobraba nada; antes bien le regalaba medicinas. Era un apóstol el doctor Gonzalo Valdez, y de seguro goza ya en el Cielo el premio a su generosidad.
Cierto día lo fue a ver un muchacho que vivía por ahí cerca. Don Gonzalo era el médico de su familia, y el muchacho traía un apuro nada familiar. Tenía 17 o 18 años, y por primera vez había ido “con las muchachas”. Seguramente visitó −aunque esa circunstancia no me consta− a alguna de las asiladas en las calles de Terán, pupila de “El vaivén”, “El columpio del amor” o algún otro de los establecimientos de ese pecaminoso barrio. Resultado de esa visita fue una tremenda “purgación”. Así era llamado el mal venéreo más frecuente y común de aquellos tiempos menos peligrosos que éstos.
Cuando llegó el muchacho el doctor Gonzalo estaba en el patio de la casa que dije. Se ocupaba en comer unas sabrosas nueces traídas de su huerta en Arteaga. En la temporada en que los nogales rendían su cosecha solía el sabio médico traer las bolsas del saco llenas de nueces que compartía con todos. Lo malo es que también tenía la costumbre de guardarse ahí las colillas de los cigarros que fumaba, seguramente para no tirarlas por ahí, y entonces las nueces sabían parte a nuez, parte a cigarro.
-¿Qué andas haciendo, Juanito? −le preguntó don Gonzalo a su joven visitante. (Le pondremos “Juanito” a ese muchacho, aunque ese no es su verdadero nombre. Hay que proteger al culpable).
-Aquí, saludándolo, doctor.
El sabio galeno había visto entrar al muchacho, y observó cómo caminaba. Aun antes de los saludos ya sabía cuál era la enfermedad del joven.
-¿Andas malito? −le pregunto, solícito.
-No, doctor −respondió el muchachillo lleno de vergüenza−. Lo que pasa es que un amigo mío tiene un problema, y me pidió que por favor se lo contara a usted, pues él no pudo venir.
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Al decir eso el pobre chico se ponía colorado, trasudaba y se llenaba de congoja.
-Bueno, bueno. Ven conmigo.
Llevó al muchacho al consultorio, y cerró la puerta.
-Vamos, cuéntame.
-Es que fíjese, doctor, que mi amigo estuvo con una muchacha y...
-A ver −lo interrumpió don Gonzalo−. Sácate a tu amigo.
Sabiduría tan grande, y tan grande conocimiento de la naturaleza humana, hacían que de un médico se dijera con frase consagrada: “Es una eminencia”. Eso era don Gonzalo Valdez: una eminencia.