Estados Unidos es una nación de inmigrantes que no ha cumplido su promesa

Opinión
/ 28 enero 2025

Las masas apiñadas que anhelan respirar en libertad no siempre han sido recibidas con los brazos abiertos

Por Ana Raquel Minian, The New York Times.

Donald Trump lleva mucho tiempo desafiando explícitamente un mito fundacional de la identidad estadounidense: la idea de Estados Unidos como una nación de inmigrantes que acoge a las “masas apiñadas del mundo que anhelan respirar en libertad”.

En lugar de adoptar la narrativa de un país moldeado por la inmigración, el “again” (de nuevo) en el lema de Trump “Make America Great Again” (Hagamos a Estados Unidos grandioso de nuevo) suele entenderse como un llamamiento a volver a un pasado imaginado en el que los ciudadanos blancos nacidos en el país vivían seguros y prosperaban sin personas nacidas en el extranjero. El lunes, en su segundo discurso de investidura, prometió que “se restablecerá la seguridad” de Estados Unidos, ya que su administración librará al país de “delincuentes peligrosos, muchos de ellos procedentes de prisiones e instituciones psiquiátricas que han entrado ilegalmente a nuestro país de todas partes del mundo”. Su visión incluye una frontera cerrada, la promesa de poner fin a la ciudadanía por derecho de nacimiento y la expulsión masiva de inmigrantes.

La realidad de la nación no se ve reflejada ni en la visión histórica excluyente que promueve Trump de una nación segura sin inmigrantes ni en la idea romantizada de un Estados Unidos acogedor. Estados Unidos es una nación a la que los inmigrantes han acudido una y otra vez, a pesar del racismo sistémico y las políticas restrictivas. Y, sin embargo, no es la presencia de inmigrantes en Estados Unidos, sino las medidas de exclusión implementadas contra ellos, lo que ha erosionado los derechos y la seguridad tanto de los inmigrantes como de los ciudadanos estadounidenses.

Hasta la década de 1870, no se aplicaron leyes federales para restringir la inmigración. Pero el aumento del desempleo en California durante esa década llevó a los trabajadores blancos a acusar a los inmigrantes chinos de robar puestos de trabajo, deprimir los salarios y traer mujeres a Estados Unidos para su prostitución. En 1875, el Congreso aprobó la Ley Page para restringir la inmigración china y fue aún más lejos en 1882, cuando aprobó la Ley de Exclusión China, que le prohibía la entrada a la mayoría de los inmigrantes chinos. Estas leyes, junto con los sentimientos racistas que condujeron a su aprobación, legitimaron en la práctica la violencia de las patrullas ciudadanas extraoficiales contra las comunidades chinas, incluida la masacre de Rock Springs, en el territorio de Wyoming, en 1885, durante la cual mineros blancos mataron a 28 trabajadores chinos, hirieron a 15 más y destruyeron el barrio chino local.

La Ley de Exclusión China amenazaba el fundamento mismo de la ciudadanía estadounidense, tal como se define en la 14ª Enmienda, que establece que son ciudadanos “todas las personas nacidas o naturalizadas en Estados Unidos”. Wong Kim Ark nació en San Francisco en 1873 de padres chinos. Tras viajar a China en 1894, los funcionarios fronterizos le prohibieron la entrada a Estados Unidos, insistiendo en que no era ciudadano. El caso llegó hasta la Corte Suprema, que dictaminó en el caso de Estados Unidos contra Wong Kim Ark que la Constitución concedía la ciudadanía por derecho de nacimiento a todas las personas nacidas en suelo estadounidense, independientemente del país de origen de sus padres.

La ciudadanía no es condicional. Al fin y al cabo, si la ciudadanía puede cuestionarse en función de la raza, la ascendencia o la voluntad política, entonces nadie tiene un estatus asegurado. Sin embargo, esto es exactamente lo que provocaría la promesa de Trump de poner fin a la ciudadanía por derecho de nacimiento.

La prohibición de la inmigración china sentó las bases para otras restricciones. A finales del siglo XIX, empezaron a llegar a Estados Unidos cada vez más europeos del este y del sur. A los formuladores de políticas estadounidenses les preocupaba que estos recién llegados, a los que se consideraba racialmente inferiores, mancharan el acervo racial de la nación. Para calmar estas preocupaciones, el Congreso aprobó la Ley de Inmigración de 1924, que estableció cuotas de origen nacional que daban preferencia a los europeos del norte y del oeste, y les prohibían casi por completo la entrada a los asiáticos.

La Gran Depresión dio lugar a nuevas medidas antiinmigrantes. Los migrantes mexicanos se convirtieron en los chivos expiatorios de las dificultades económicas de la nación. Por todo el suroeste y el Medio Oeste, los agentes migratorios detenían a personas de ascendencia mexicana de manera indiscriminada, incluidos residentes legales y ciudadanos estadounidenses, y los obligaban a subir a camionetas, autobuses o trenes con destino a México. Hasta dos millones de personas fueron expulsadas; se cree que aproximadamente el 60 por ciento eran ciudadanos.

Cuando los ejércitos de Hitler arrasaron Europa oriental y occidental, las puertas de Estados Unidos permanecieron cerradas casi por completo. Los judíos que huían de la persecución quedaban atrapados en una prensa: un sistema restrictivo de cuotas que limitaba la inmigración procedente de los países más afectados, un ambiente aislacionista que no ofrecía ninguna voluntad política de ayudar a los refugiados y un antisemitismo profundamente arraigado en el Congreso y el Departamento de Estado.

De hecho, la frase “una nación de inmigrantes” no se reconoció a nivel generalizado sino hasta la década de 1960, después de que el libro de John F. Kennedy con ese título argumentara que Estados Unidos se beneficiaba de sus diversos orígenes. La Ley de Inmigración y Nacionalidad de 1965 puso fin al sistema de cuotas por origen nacional, pero también implementó otras medidas restrictivas, como cuotas para los países del hemisferio occidental por primera vez. La ley frenó la posibilidad de migración legal para los mexicanos, aunque persistía la demanda de su mano de obra, lo cual contribuyó en última instancia al aumento de la migración no autorizada.

La Ley de Reforma y Control de la Inmigración de 1986 tuvo un doble impacto similar. Legalizó la situación migratoria de unos tres millones de inmigrantes indocumentados, con lo que les concedió protección frente a la deportación, permisos de trabajo legales y una vía hacia la ciudadanía. La legalización cambió profundamente las vidas de los inmigrantes y sus familias, muchas de las cuales ya incluían a ciudadanos estadounidenses. Vivir sin papeles significaba vivir en un miedo constante, incapaces de visitar a familiares en el extranjero o exigir salarios más altos sin arriesgarse a ser deportados.

Sin embargo, esta legislación también proporcionó mayores recursos para ampliar la Patrulla Fronteriza, y los inmigrantes siguieron entrando a Estados Unidos sin documentos. Para eludir la intensificación de los controles fronterizos, muchos tomaron rutas cada vez más peligrosas, como la del desierto de Arizona, donde la deshidratación, las serpientes de cascabel y las temperaturas extremas cobraban vidas con mucha frecuencia. A principios de la década de los 2000, las muertes en la frontera a veces eran más de una al día.

La expansión de la Patrulla Fronteriza también vulneró los derechos de los ciudadanos estadounidenses. En un radio de 160 kilómetros de la frontera, los agentes fronterizos suelen llevar a cabo inspecciones sin una orden judicial y a menudo toman medidas discriminatorias al centrarse en personas percibidas como extranjeras. Estas acciones violan las protecciones de la Cuarta Enmienda contra registros e incautaciones irrazonables.

Las deportaciones, como las prometidas por el nuevo gobierno, también perpetúan la práctica de la separación de familias, la cual perjudica a los niños con ciudadanía estadounidense cuyos padres son indocumentados. Los padres deportados con hijos que son ciudadanos estadounidenses a veces optan por dejarlos en Estados Unidos con familiares o amigos. Otros se llevan a sus hijos con ellos, aunque muchos nunca han vivido fuera del país y no conocen otro idioma más que el inglés. Ambas posibilidades privan a los ciudadanos de sus derechos, seguridad y estabilidad.

Las medidas antiinmigrantes que prometió Trump son una escalada de políticas de exclusión anteriores. Prometió enviar tropas a la frontera sur, detener a todas las personas que entren sin autorización, poner fin a la práctica conocida como captura y liberación (en la que los inmigrantes detenidos son liberados de la custodia del Departamento de Seguridad Nacional mientras sus casos están pendientes de tramitación) y restablecer la política de obligar a los solicitantes de asilo a iniciar su trámite en México y esperar en ese país a la fecha de su cita. Prometió que llevará a cabo el “mayor operativo de deportación en la historia de Estados Unidos”.

Estas políticas tienen precedentes históricos, pero también hemos visto un camino alternativo. Estados Unidos ha reformado sus leyes de inmigración en repetidas ocasiones: anuló la exclusión china, desmanteló su sistema racista de cuotas, ofreció un estatus legal a millones de personas en virtud de las reformas de la década de 1980. En lugar de redoblar las expulsiones, Estados Unidos podría aumentar el número de personas que pueden entrar legalmente, conceder amnistía a los residentes indocumentados y atender las causas profundas de la migración en los países de origen. La promesa de una nación de inmigrantes podría cumplirse. Un Estados Unidos con los brazos abiertos podría ser un país más seguro, más fuerte y más justo, que protege los derechos de todos y hace de la inclusión una fuente de seguridad para todos. c.2025 The New York Times Company.

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