Forjarse en silencio

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Hombre incansable, escritor combativo, cantautor del alma, profeta de mejores tiempos y empresario fuera de serie; testimonio vivo de cómo la disciplina y la palabra pueden encarnarse en acciones posibles, perdurables y ejemplares.
Florence Nightingale recorría los pasillos de los hospitales de guerra con una lámpara en la mano y una voluntad de acero en el corazón: su disciplina no solo salvó vidas, sino que transformó para siempre la enfermería.
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Francesca S. Cabrini, quien, en medio del rechazo, la enfermedad y las fronteras cerradas, se sostuvo con una fe activa que se traducía en acción: fundó escuelas, hospitales y orfanatos para los inmigrantes más olvidados, no por caridad condescendiente, sino por convicción profunda.
Nelson Mandela, durante 27 años de prisión, no permitió que el encierro apagara su esperanza; cada día, incluso entre barrotes, ejercitaba su mente, su cuerpo y su propósito.
Sor Juana Inés de la Cruz, en una época que negaba a las mujeres el derecho al saber, leía, escribía y pensaba en la madrugada, mientras el convento dormía.
Abraham Lincoln, autodidacta y perseverante, leía a la luz del fuego luego de jornadas agotadoras en el campo.
El inconmensurable Tolstói se levantaba a las cinco de la mañana y escribía durante horas.
Beethoven, cuando la sordera comenzaba a encerrarlo en su silencio, seguía componiendo aferrado al ritmo de su mesa como si el mundo dependiera de ello.
Marie Curie, rodeada de prejuicios y pobreza, se sumergía en su laboratorio con una obstinación que rozaba lo místico. Churchill, en plena guerra, mantenía rutinas inflexibles de lectura, escritura y análisis.
Ninguno de ellos esperó condiciones perfectas. Ninguno aguardó el permiso del mundo. Se forjaron a sí mismos con el martillo de la constancia, el yunque del propósito y el fuego inagotable de la disciplina.
UN GIGANTE
Desde joven me ha entusiasmado la rigurosa disciplina y el profesionalismo de Mario Vargas Llosa (1936-2025) de ese hombre que, indudablemente, fue un artesano de la existencia y de las injusticias transformadas en literatura autentica, cinceló su obra con la paciencia de los antiguos estoicos y con la claridad de los iluminados que sabían que cada día, en cada momento, se forja la palabra convirtiéndola en actos responsables de vida.
Mario decía con claridad: “La vocación no basta: hay que sentarse a escribir todos los días, como quien cumple un deber sagrado”. Porque el talento sin método es un fogonazo, pero con método es fuego sostenido. Y eso no vale solo para novelistas: aplica para cualquier ser humano que desee trascender su propia pereza.
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Vargas Llosa, cuya reciente partida enluta al mundo de las letras y a quienes admiramos su obra, fue más que un novelista, dramaturgo y ensayista brillante: fue un defensor apasionado de la libertad y de la palabra como instrumento civilizatorio. Su legado queda inscrito en la historia como uno de los grandes pilares de la literatura universal, un faro que seguirá iluminando generaciones enteras a aquellos que se atrevan a escribir, pensar y crear con rigor.
Su muerte no solo marca el fin de una vida, sino el cierre de una de las páginas más luminosas de la narrativa en lengua española, recordándonos que la disciplina y la pasión no son cualidades opuestas, sino aliadas inseparables en la construcción de una obra que trasciende el tiempo.
SUDOR... Y LÁGRIMAS
La disciplina es, en esencia, la capacidad de ir contra uno mismo: contra el deseo de postergar, contra la comodidad de no intentar, contra la tentación de rendirse. Es la victoria del deber sobre el capricho. En este contexto, Vargas Llosa afirmaba que “ser libres es, ante todo, saber imponernos obligaciones.” Lo que parece una paradoja es, en realidad, una verdad rotunda: no hay libertad sin autocontrol. No hay vuelo sin gravedad.
El problema es que hoy se aplaude más el atajo que el trayecto. Nos hemos llenado de discursos que celebran el “ser uno mismo” incluso cuando ese “uno” no se ha formado, no se ha exigido, no se ha disciplinado. Se confunde autenticidad con improvisación, deseo con derecho, resultado con recompensa merecida. En ese contexto, la disciplina se vuelve una herejía, cuando debería ser una brújula.
Decía también Vargas Llosa que “la cultura del esfuerzo es la que ha hecho progresar a las sociedades, y cuando se pierde, se pierde también el espíritu que las hizo grandes.” Y lo estamos viendo. Donde el mérito se diluye, se corrompe la justicia como es el caso de México. Donde se premia el ruido y no el fondo, se empobrece la conversación como se vive en muchísimas familias. Donde se ridiculiza la exigencia, se apaga la búsqueda de la excelencia, como sucede en infinidad de aulas.
CIMIENTO
En esta época donde los atajos se confunden con caminos y la popularidad reemplaza al mérito, la palabra “disciplina” ha sido relegada a los márgenes del discurso público. Molesta. Incomoda. Suena rígida, anticuada, casi autoritaria. Vivimos tiempos donde la voluntad ha sido sustituida por el impulso y la perseverancia por la inmediatez. Pero cuando todo se vuelve efímero, lo único que permanece es aquello que se construye a pulso. Y en esa construcción, la disciplina no es solo un componente: es el cimiento.
HUELLA
Bueno sería que los jóvenes comprendieran que la disciplina no es una cárcel, es una herramienta, es un camino que, paradójicamente, conduce a la libertad. No es un grillete, es una escalera. Puede no ser popular, pero es profundamente humana. Porque nos recuerda que, aunque no seamos responsables de las cartas que recibimos, sí lo somos de cómo las jugamos. Y eso, en un mundo que se disculpa constantemente por fracasar sin haberlo intentado, es un acto de lucidez.
Podremos vivir sin fama, sin fortuna o sin aplausos. Pero no se puede vivir con dignidad sin un poco —o un mucho— de disciplina. Esa virtud silenciosa que no presume, pero construye. Que no grita, pero deja huella. Y que, en medio del ruido, nos recuerda quiénes podemos llegar a ser cuando decidimos no rendirnos.
TRÁNSITO
Y quizá no haya símbolo más poderoso de esta verdad que la Pascua. Porque también allí —entre el dolor y la renuncia, entre la frustración y la esperanza, entre la soledad del huerto y el silencio del sepulcro— se revela la disciplina de lo eterno: la fidelidad al propósito cuando todo parece perdido. Realidad incomprensible.
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La Pascua no es solo una celebración de luz, sino también el reconocimiento de la oscuridad atravesada con firmeza, del sacrificio que no claudica, de la entrega que no busca reconocimiento, sino sentido. Y en ese misterio profundo, descubrimos que la verdadera resurrección — la única que importa — es la que nace en aquellos que, a pesar de todo, se forjan en silencio bajo la disciplina de vida legada por el Maestro y la protección de su santo sudario.
No fueron los milagros visibles los que cambiaron la historia, sino la constancia silenciosa del amor llevado hasta el extremo. No fueron los reflectores del triunfo, sino las lágrimas contenidas, el sudor de la obediencia, el peso de la cruz aceptada sin estridencia. Fue allí, en el abandono, en la espera, en el segundo eterno entre la muerte y la vida, donde se tejió la más honda transformación. Porque no hay resurrección sin sepulcro, ni redención sin renuncia, ni gloria sin disciplina y orden.
La Pascua nos recuerda que hay victorias que no hacen ruido, que hay conquistas interiores más grandes que cualquier trofeo. Nos enseña que la fidelidad no siempre se ve, pero siempre construye. Y que a veces, la mayor fuerza no es avanzar, sino permanecer. Sostenerse. Ser fiel a pesar de la noche.
Y por eso, es en ese misterio profundo que es la frugal vida —que une la carne rota con la esperanza intacta y la frágil humanidad con la fe anclada en lo eterno— donde comprendemos que la verdadera resurrección, la que realmente importa, es la que germina en las personas que, a pesar de todo, se esfuerzan cada día en el misterioso bosque del silencio y del discreto anonimato; es decir, en aquellas almas indestructibles que deciden, con disciplina y esperanza sorprendentes, forjarse en el más absoluto silencio.
cgutierrez_a@outlook.com