Ni se vende, ni se compra
Inicia la Semana Mayor, tiempo sagrado que convoca a detener el paso, silenciar el ruido cotidiano y mirar hacia dentro. Más allá de los ritos y las tradiciones externas, este periodo nos ofrece una oportunidad única para reencontrarnos con lo esencial: la fragilidad de la vida, el misterio del sufrimiento y la posibilidad siempre viva de la redención.
En un mundo que a menudo corre sin rumbo, la Semana Santa nos invita a caminar despacio, a cargar —aunque sea simbólicamente— nuestras propias cruces, y a contemplar con humildad y esperanza el significado profundo del amor llevado hasta el extremo.
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Tiempo propicio para reflexionar sobre lo que verdaderamente tiene valor en la vida. Un ejercicio que, en otros momentos del año, se torna arduo, pues solemos estar atrapados por la vorágine del materialismo, la prisa cotidiana, el desmedido afán de poseer... o simplemente por el ajetreo mismo del trabajo.
CONTEXTO
Podría decirse que una de las manifestaciones prácticas del materialismo es el consumismo: esa fiebre por consumir exageradamente, de forma desenfrenada, bienes y servicios que superan con creces lo necesario para vivir con dignidad. Es una enfermedad silenciosa, pero profundamente corrosiva, que ha provocado una peligrosa confusión entre tener, poseer... y ser. Hemos llegado al punto en que lo que acumulamos parece definirnos, y lo que somos en esencia se diluye bajo el peso de lo que aparentamos.
Si no vistes o calzas ciertas marcas, si no vives en determinada zona de la ciudad —en una especie de isla endémica—, si no estudias en cierta escuela, si no perteneces a tal club, si no conduces el último modelo de automóvil, si no vacacionas en la playa de moda, si no tienes cierta profesión, o si no posees cuentas bancarias abultadas, entonces no vales nada. Si no ocupas tal puesto, si no ostentas determinada posición económica o social, entonces ni siquiera existes.
Vivir, hoy, pareciera depender de la acumulación de bienes, del fulgor pasajero de la temporalidad, de la herencia, la fortuna, la fama o el prestigio. Como si fuésemos aparadores andantes: visibles, existentes y útiles sólo en la medida en que podamos exhibir “algo”. Pero esta lógica no es progreso, es patología. Este fenómeno es ya una enfermedad profunda: una dolencia del alma que nos va vaciando por dentro mientras nos recubre por fuera.
DISTORSIÓN
Nos inflamos con aire caliente, como globos viajeros, persiguiendo lo útil, lo perecedero, lo insustancial, sin advertir que lo más excelso de la vida es, precisamente, la vida misma y el sentido de trascendencia que de ella emana. La vida no está fuera: habita en nosotros.
Esta distorsión —alimentada por el egoísmo y la ignorancia— tiene consecuencias tan profundas como insospechadas. En las empresas, por ejemplo, la lucha de poder se vuelve cruel y despiadada, al grado de hacer que las organizaciones pierdan su propósito, desgastándose en guerras fratricidas. Y qué decir del ámbito político: los candidatos se desangran y desangran a la sociedad.
SEGREGACIÓN
Los jóvenes —que a menudo proclaman la libertad y la igualdad— también se segregan entre sí por razones económicas, delimitando sus propios territorios de exclusión. Incluso en las familias, los propios hermanos se confrontan por la “calidad económica” de sus amistades o por el monto de las colegiaturas de las escuelas a las que asisten sus hijos.
Más grave aún, esta enfermedad ha infiltrado incluso a las escuelas que se dicen cristianas, donde no es raro observar diferencias de trato hacia los alumnos según el poder adquisitivo de sus padres. También en la política, las mejores promesas mueren a manos de ambiciosos insaciables que sólo anhelan engrosar sus ya abultados bolsillos.
PELIGRO
Muchos padres de familia, seducidos por este vértigo, empujan a sus hijos a correr en alocadas competencias por llegar siempre primero, sin saber bien a qué meta. Matrimonios enteros fracasan al compararse con otros “exitosos”, aquellos que tienen más, viajan más, construyen casas más grandes... sin darse cuenta de los infiernos íntimos que a menudo habitan esas fachadas.
Niños sufren al ser comparados. Personas buenas se tornan arrogantes al alcanzar un cargo. Y hasta en la religión fabricamos distintos “Cristos”: el de los pobres y el de los ricos, el de tal escuela, tal sacerdote, tal denominación... según alguna conveniencia.
GRATUITO
Pero en esta carrera por poseer, la calidad de vida —paradójicamente— se degrada. Se extravía el camino donde habitan la alegría y la plenitud. Se olvida que para vivir bien no se requiere tanto: ni dinero, ni títulos, ni cargos. Que lo verdaderamente valioso es gratuito: el tiempo compartido, la luz del día, la amistad, la capacidad de asombro, el simple hecho de caminar, dormir, pensar, cantar, llorar, reír...
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Millones de pequeños placeres están al alcance de todos, sin importar lo que se tenga o se deje de tener, porque no se compran: se viven.
De hecho, cuanto más se tiene, menos se disfruta de lo esencial. Qué razón tenía el poeta al afirmar: “El mundo nada puede contra un hombre que canta en la miseria”. ¡Qué paradoja!
EN EL MUNDO...
Movido por este asombro, recordé un pasaje de Martín Descalzo que en el marco de esta semana comparto para su reflexión: ”En el mundo hay dos clases de hombres: los que valen por lo que son, y los que sólo valen por los cargos que ocupan o los títulos que ostentan. Los primeros tienen el alma rebosante; pueden ocupar o no puestos importantes, pero nada ganan realmente cuando entran en ellos y nada pierden al abandonarlos. El día que mueren, dejan un hueco en el mundo. Los segundos valen tanto como una percha: sólo sirven si se les cuelga algo. Empiezan a existir cuando les nombran ministros, catedráticos, embajadores... y dejan de existir el día que pierden el título. Y el día que mueren, no dejan un hueco: sólo ocupan uno en el cementerio”.
Y continúa: ”Lo más asombroso es que la mayoría de las personas no luchan por ser alguien, sino por tener algo. No se apasionan por llenar sus almas, sino por sentarse en un sillón. No se preguntan qué llevan dentro, sino qué pueden ponerse por fuera. Tal vez por eso hay tantas marionetas y tan poquísimas personas (...) Lo grave es que, aunque sabemos que la fama y el poder son globos inflados, nos pasamos la vida peleando por eso que sabemos que es aire”.
¡Qué razón tiene Martín! De tantas cosas que nos colgamos, olvidamos que somos personas, no percheros. Seres humanos, no escaparates. De tanto correr por poseer, olvidamos que no somos globos, sino almas únicas e irrepetibles, llamadas a soñar, a creer, a crear nuevas sendas.
ENCARNAR
Perdidos en el materialismo y el consumismo, olvidamos lo que realmente nos distingue como seres humanos: no es el peso del tener, ni el lugar donde vivimos, ni el título que llevamos. Es la anchura y la hondura de nuestras personales almas. Es la posibilidad de consumar nuestro ser —personal, eterno, e irrepetible— lo que otorga sentido a nuestra existencia.
Tal vez por eso la Semana Mayor no es un tiempo para lucirse, sino para vaciarse. No para presumir, sino para recordar quiénes somos cuando nadie nos ve. Es, en esencia, una invitación a volver a lo sencillo, a lo esencial, a lo eterno.
En un mundo donde todo parece tener precio, es urgente volver al valor. En un tiempo en el que todo se compra, requerimos recuperar aquello que sólo se dona: la bondad, la ternura, la fe, el amor. Es tiempo de dejar de medirnos por lo que tenemos, y comenzar a “pesarnos” por lo que entregamos, por lo que somos cuando no queda nada más que nuestra alma desnuda ante Dios.
Urge alejarse del valor de mercado para retornar al valor como esencia, como raíz, como destino. Porque lo que realmente importa no se cotiza: se encarna.
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Quizá ahí, en ese despojo voluntario, nazca una verdadera resurrección personal.
Y por eso, en esta Semana Mayor, bien vale la pena recordar que lo más valioso de nosotros no se compra ni se vende... porque, en el fondo, somos —en gran medida— aquello que no puede comprarse.
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