Renacer en la generosidad

Opinión
/ 18 marzo 2025

La primavera llega silenciosa, pero transformadora. Tras el letargo invernal, la tierra despierta, se sacude el frío y se llena de colores. Los árboles reverdecen, las flores estallan en perfume, los ríos recuperan su caudal y el cielo parece más vasto. Es el tiempo de la abundancia, el momento en que la naturaleza nos recuerda su capacidad infinita de dar sin reservas.

Nada en la primavera es mezquino. El árbol no guarda su sombra, la flor no retiene su aroma, el agua no se niega a correr. Todo cuanto la naturaleza recibe, lo devuelve multiplicado. Y es en este ciclo perfecto donde la vida florece.

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Así también es la generosidad. Un alma generosa no teme dar, porque sabe que, en ese acto, no pierde, sino que crece. En cambio, el egoísmo encierra, estanca, marchita. Como en la naturaleza, donde el agua que fluye da vida y la que se estanca se corrompe, el hombre se encuentra ante una elección: ser como la primavera, que da y renueva, o ser como la tierra árida que retiene y se vuelve estéril.

MARES OPUESTOS

En la tierra de los antiguos relatos, dos mares respiran con destinos opuestos. Ambos reciben el mismo río, el Jordán, pero sus corazones laten de maneras distintas.

El Mar de Galilea acoge el agua con alegría, la deja correr libremente, la ofrece generosa a los campos y a los hombres que viven de ella. Y la vida florece a su alrededor: los peces lo pueblan, los árboles extienden sus ramas, las aves danzan sobre su superficie y los niños juegan en sus orillas. Es un mar que respira, que da y, al dar, se llena de vida.

Más al sur, en las entrañas de la misma tierra, el Mar Muerto se aferra a cada gota que recibe. No deja escapar nada. Su abrazo es pesado, su sal devora todo vestigio de vida. No hay peces, no hay canto de aves, no hay rastro de inocencia infantil. Sus aguas son densas y su aire espeso. Es un mar que solo recibe y, en su avaricia, ha olvidado cómo vivir.

Es cierto: “El corazón del hombre se refleja en su rostro, ya para bien, ya para mal. Rostro alegre es señal de corazón satisfecho; rostro triste, de preocupación y afán”. El primero representa el mar de la generosidad. Mar vivo, luminoso. La segunda proclama el afán del egoísmo. Es un mar seco. Muerto. Infecundo, pero siempre seductor. El primero conoce el olor de sus próximos; el segundo agradece lo putrefacto de lo superfluo. Sí, de lo frívolo.

Y ahora, con la llegada de la primavera, la naturaleza nos susurra la misma enseñanza. Es el tiempo en que la tierra despierta, en que los árboles se despojan de su letargo invernal y se visten de verde. Es el momento en que las flores se abren sin temor, sin reservas, derramando su perfume sin esperar nada a cambio. La primavera es la estación de la generosidad, porque todo cuanto ha recibido la tierra en el invierno, ahora lo devuelve con creces.

LO LLAMAN

Existe un escrito de Bruce Barton que bellamente revela esta enigmática disparidad:

”Hay dos mares en Palestina”, dice. ”Uno es fresco y lleno de peces, hermosas plantas adornan sus orillas; los árboles extienden sus ramas sobre él y alargan sus sedientas raíces para beber sus saludables aguas y en sus playas los niños juegan. El río Jordán hace este mar con burbujeantes aguas de las colinas que ríen en el atardecer. Los hombres construyen sus casas en la cercanía y los pájaros sus nidos y toda clase de vida es feliz por estar allí.

El río Jordán corre hacia el sur a otro mar. Aquí no hay trazas de vida, ni murmullos de hojas, ni canto de pájaros, ni risas de niños. Los viajeros escogen otra ruta, solamente por urgencia lo cruzan. El aire es espeso sobre sus aguas y ningún hombre, ni bestias, ni aves la beben. ¿Qué hace esta gran diferencia entre mares vecinos? No es el río Jordán. Él lleva la misma agua a los dos. No es el suelo en que están, ni el campo que los rodea. La diferencia es ésta: el mar de Galilea recibe al río, pero no lo retiene. Por cada gota que a él llega, otra sale. El dar y recibir son en igual medida.

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El otro mar es un avaro... guarda su ingreso celosamente. No tiene un generoso impulso. Cada gota que llega ahí queda. El mar de Galilea da y vive. El otro mar no da nada. Le llaman el Mar Muerto”.

ORIGEN

Es verdad, el Mar Muerto es el más salado del mundo y, al ubicarse en el punto más bajo de la Tierra (417 metros por debajo del nivel del mar), sus aguas sencillamente no tienen salida. En cambio, el Mar de Galilea (Lago de Tiberíades), de profundo azul marino, generosamente brinda vida al valle del Jordán, porque todo cuanto a él llega sigue fluyendo. Allí abunda la vida.

Es significativo constatar que el Mar de Galilea y el Mar Muerto son lugares bíblicos importantes para el cristianismo. El Mar de Galilea es donde Jesús realizó muchos milagros, y el Mar Muerto está asociado con la historia de Sodoma y Gomorra.

Es revelador saber que en la cuna geográfica del cristianismo claramente se manifieste la diferencia entre dar y recibir, y de recibir sin dar. Es la diferencia entre la vida y la muerte.

ESTAMOS

Interesante: las personas, como el Mar Muerto, podemos estar espiritualmente inertes cuando recibimos, pero no damos nada. Cuando, por ejemplo, nos volvemos enemigos de la generosidad, de esa que se emprende con las manos, no con golpes de pecho, jamás con esas idas dominicales a misa que de regreso a sus casas olvidan que el rostro de Dios que se manifiesta en nuestros prójimos. Estamos muertos en vida cuando transformamos la existencia en un mar de autocomplacencias, justificaciones y búsqueda de dádivas.

MUERTOS

Muertos también están esos políticos y funcionarios públicos que se corrompen, demostrando así lo mucho que desprecian a su patria. Muertos están esos empresarios egoístas que sienten un enorme placer por adueñarse de cuanto pueden y olvidan su responsabilidad social. Difuntos también se encuentran los maestros que, en lugar de ayudar a sus estudiantes a potenciar su vocación, se empeñan en la rutina y el desdén.

Muertos, como ese bíblico mar, estamos cuando subordinamos nuestros actos exclusivamente a metas económicas; cuando vendemos nuestras conciencias al mejor postor; cuando creemos que el dinero y los lujos son las divisas de la felicidad; cuando vivimos impávidos, habituados y apáticos ante la pobreza que cotidianamente arrebata la vida a millones. Cuando al aparentar renunciamos a ser.

Pero también, mares de Galilea somos cuando no todo nos da igual; cuando descubrimos la ausencia generalizada del amor en la sociedad contemporánea, pero seguimos teniendo fe en sus posibilidades e intentamos ser hoy, personalmente, un poco menos egoístas que ayer; cuando evitamos la pereza; cuando convincentemente decidimos no morir mientras estamos vivos; cuando damos dos gotas de agua por cada una recibida.

Cuando imitamos la misericordia de esas infinitas y fructíferas manos que hicieron el milagro de los panes y los peces.

PREGUNTA

Ambos mares convocan una geografía a elegir, una elección a ser: una encrucijada. Optar por el Mar de Galilea, por la generosidad y gratitud, es una elección que ofrece sendas escarpadas, que implica renuncia, sacrificio, desapego y, en ocasiones, decepciones y sufrimiento.

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La primavera llega como un recordatorio de esa elección. Así como los campos se visten de flores después de meses de frío, igualmente el corazón que da y se entrega se llena de vida.

La pregunta es: “¿Cuál es el mar que abunda y colma nuestros personales corazones?”. En el ocaso de nuestra existencia, llegaremos a saber la respuesta acumulada de esa vital pregunta.

Por lo pronto, hagamos que nuestra vida, mediante la generosidad, sea un continuo renacer, como la primavera, como el Mar de Galilea; es decir, que nuestro dar sea tan natural como el brotar de una flor, que nuestra magnificencia no se agote con la fatiga del tiempo. Que seamos, siempre, reflejo de la vida que, a pesar de los pesares, jamás deja de fluir.

cgutierrez_a@outlook.com

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