Redención y belleza

Mientras el mundo busca motivar a sus trabajadores, en México, en general, seguimos atrapados entre liderazgos autoritarios y culturas organizacionales caducas que apagan el entusiasmo y la competitividad.
En este contexto, en México resulta alarmante saber que el 62 por ciento de los trabajadores no están comprometidos con su empleo. Según Gallup (2023), solo 27 por ciento se siente emocionalmente vinculado con lo que hace, mientras que un 11 por ciento está activamente desconectado, afectando no solo su productividad, sino también la de sus equipos.
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Este fenómeno, muchas veces silencioso, se traduce en oficinas llenas, pero mentes ausentes; en tareas cumplidas, pero sin pasión; en empleados que llegan, pero no participan.
POSIBLES CAUSAS
Detrás de estas cifras, hay causas estructurales y culturales que llevamos arrastrando por décadas. En muchas organizaciones mexicanas prevalecen estilos de liderazgo tradicionales, autoritarios o jerárquicos, que limitan la autonomía de los buenos colaboradores e inhiben su iniciativa. En el país pululan empresas pobres, pero empresarios ricos.
La retroalimentación positiva es escasa; el reconocimiento al buen desempeño es esporádico o inexistente. Además, una gran parte de los trabajadores no tiene claridad sobre lo que se espera de ellos, lo que genera incertidumbre y una inevitable pérdida de motivación. A esto se suma la falta de oportunidades de desarrollo profesional, que refuerza la percepción de estancamiento en el entorno laboral.
El resultado es un ambiente donde el talento se diluye, la creatividad se inhibe, surgen los trabajadores “tóxicos”, los llamados “haters” y la productividad se estanca. Un entorno donde el trabajo se convierte en rutina, no en realización. Donde la presencia física no garantiza el compromiso emocional.
Es momento de reconocer que el compromiso laboral no es un accesorio, es el motor que impulsa a las organizaciones hacia la innovación, la resiliencia y la rentabilidad sostenible. Y ese compromiso no se exige, se cultiva. Se construye desde el liderazgo, con una cultura organizacional que valore a las personas no solo por lo que hacen, sino por lo que son capaces de ser.
TRABAJAR...
Pareciera que para muchas personas la verdadera vida comienza después del trabajo. Es común escuchar frases como: “después de la chamba soy libre”, “cuando me jubile haré lo que quiera”, o “trabajar es tan malo que hasta pagan por hacerlo”. Incluso hay chistes que lo retratan con humor: “Hoy me levanté con ganas de trabajar... así que voy a acostarme de nuevo a ver si se me pasa”.
Más de una vez he escuchado que el trabajo es una maldición, quizás inspirado en aquella sentencia bíblica: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Y sí, trabajar puede llevar al cansancio y la fatiga. Pero reducirlo únicamente a una carga, a una condena necesaria para sobrevivir, es empobrecer su sentido. Esa visión, centrada en la obligación y la renuncia, conduce fácilmente al hastío, al sin sentido y a la rutina vacía.
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Prefiero otra mirada, también presente en las páginas de la Biblia: la del trabajo como participación en el mandato de “dominar la tierra”. No como dominio destructivo, sino como acto creativo. Trabajar entonces es transformar, generar lo que antes no existía, ejercer la voluntad, crecer como personas y contribuir al bien común.
HUELLA
El trabajo no es solo un medio para subsistir, sino un camino de dignificación y plenitud. Nos perfecciona, nos eleva, y cuando lo abrazamos con sentido, se convierte en una expresión única y trascendente de lo que somos.
El trabajo cobra verdadero sentido cuando comprendemos que, a través de él, contribuimos al bien propio y al de los demás. Cuando nuestro esfuerzo y creatividad generan nuevas y mejores realidades. En ese dar, también recibimos: el reconocimiento de que somos útiles, necesarios, capaces de transformar lo que nos rodea.
No solo ganamos el pan; desarrollamos nuestra personalidad, proyectamos nuestras capacidades, exploramos lo que somos y lo que podemos llegar a ser. Lo valioso no radica tanto en qué hacemos, sino en cómo lo hacemos: con entrega, con libertad, con responsabilidad.
VISIÓN
No existen trabajos superiores ni inferiores. Cada labor es esencial, cada oficio es útil y necesario en la construcción de esa gran obra humana que, como todo lo vivo, siempre está en proceso, siempre inacabada. Todos los trabajos, en su esencia, son dignos. Lo que puede despojarlos de esa dignidad no es su naturaleza, sino la actitud con la que se asumen. Lamentablemente, la mala actitud ante el trabajo parece ganar terreno cada día en México.
De esta visión se desprende también una responsabilidad ineludible para las empresas y organizaciones: crear condiciones laborales que sean verdaderamente humanas. Espacios donde las personas puedan desarrollar sus valores creativos, desplegar su capacidad de ofrecer lo mejor de sí mismos a los demás. Porque no hay realización sin libertad, ni libertad sin dignidad. Y el trabajo, cuando está enmarcado en estas condiciones, se convierte en una vía concreta para construir sentido, comunidad y futuro.
PERMANENCIA
Mucha gente no comprende la razón por la cual existen personas que permanecen durante años -incluso toda una vida- en la misma tarea, empresa o institución. A ellas se les suele juzgar con ligereza: “Es un conformista”, “es tonta por no aprovechar otras oportunidades”. ¡Qué errados y qué estrechos son esos juicios! No alcanzan a ver que, en muchos casos, lo que sostiene esa permanencia no es la resignación ni la mediocridad, sino una profunda vocación, un inmenso amor por el propio quehacer.
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VALORES
Según Viktor Frankl, el ser humano cumple con el sentido de su existencia al realizar tres tipos de valores: los valores creativos, que se manifiestan en lo que aportamos al mundo -nuestro trabajo, nuestras obras, nuestras acciones-; los valores vivenciales, que se expresan en todo lo que recibimos del mundo -la belleza, el arte, la naturaleza, el amor-; y finalmente los valores de actitud, que se revelan cuando, ante lo inevitable y doloroso, elegimos responder con dignidad, coraje y sentido.
Frankl subraya que los valores creativos, estrechamente ligados al trabajo humano, son primordiales para encontrar sentido a la vida. Porque es precisamente en el hacer responsable donde la persona -única, irrepetible, finita- encuentra su realización concreta y su vinculación con la comunidad. Allí, en la tarea diaria, la existencia individual cobra sentido y valor.
Más allá del oficio específico que se desempeñe, lo que verdaderamente importa es la obra que se construye. No es una profesión determinada la que garantiza la felicidad; ninguna lo hace por sí misma. No es el tipo de trabajo el que frustra o satisface, sino la manera en que lo ejercemos. Desde la creatividad y la originalidad propias de cada vida, incluso los trabajos más monótonos o mecánicos pueden transformarse y recibir ese sello personal, ese “toque humano” que los vuelve significativos.
¿QUIÉN?...
Por eso, al meditar sobre nuestro oficio, conviene recordar que siempre hay un espacio para construir una obra personal. Cada jornada puede ser una nueva oportunidad para dar forma a eso que llevamos dentro. Tal vez por eso Hillel nos legó estas preguntas vitales: “Si no lo hago yo, ¿quién lo hará? Si no lo hago ahora, ¿cuándo lo haré? Y si lo hago solo para mí, ¿quién soy?”. Qué cierta sentencia: lo que no hagamos hoy puede quedar inconcluso... para la eternidad.
Y cuando el agobio nos sorprenda -como suele hacerlo- recordemos las palabras de Henrik Ibsen: “Yo vivo para hacer poesía, pero si las cosas cambian, haré poesía para vivir”. Porque el trabajo, lejos de ser una condena, es una bendición disfrazada de rutina. Es el medio que la existencia propone para que cada uno perfeccione lo que ya es.
El secreto del compromiso y la dignidad del trabajo no está en la tarea, sino en el sentido de quien lo emprende, en el alma de quien lo realiza, y en los espacios laborales que permiten desplegarla. Por eso, el peor de los trabajos es aquel que se vive como castigo, como esclavitud, como carga. En cambio, incluso la tarea más sencilla, si se asume con sentido, se transforma en una forma de redención y belleza.
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