Se cumplen hoy (ayer) 60 años del asesinato del 35 Presidente de EU, John Fitzgerald Kennedy.
Y muy aparte de toda la teoría conspirativa que rodea a este magnicidio, la figura de Kennedy es materia obligada para los estudiosos del marketing político.
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Se dice que su aspecto pulcro, jovial y juvenil (43 años), aderezado con su encantadora familia, fue lo que en realidad terminó por imponerse sobre su adusto y republicano oponente, Richard M. Nixon.
El histórico primer debate de 1960 entre estos dos contendientes resultó decisivo para el futuro político de Estados Unidos y del mundo.
De acuerdo con la reconstrucción de los hechos, aquel día Kennedy estaba descansado (había tenido tiempo de relajarse y hacer una siesta), había tomado el sol (lucía un bronceado saludable), rechazó usar maquillaje para la transmisión televisiva y escogió un traje que le ayudaba a contrastar muy bien con el fondo a sus espaldas.
Nixon, en cambio, fue una colección de pequeños grandes desastres: No sólo se pasó el día entre mítines y actos de campaña (estaba muy atrasado en su agenda debido a una hospitalización por un problema de la rodilla); así que cansado, paliducho y demacrado, se dirigió a la cita más importante de su vida, luciendo además la persistente sombra de su barba, la cual le daba un aspecto más desaseado (Nixon tenía que rasurarse dos veces al día para verse limpio). Eligió además el atuendo equivocado, que lo fundía con la imagen del fondo en vez de ayudarlo a destacarse.
Según las crónicas, Nixon también rechazó el maquillaje cuando escuchó que lo había hecho su adversario (aunque a él probablemente sí le habría venido bien). Y, en el colmo de los colmos, se habría golpeado la rodilla lastimada bajando del auto al llegar a la cadena de televisión; de manera que hasta andaba adolorido el pobre.
¿Resultado?
Aun así, con toda la Providencia en favor del demócrata, se dice que quienes siguieron la transmisión del debate por radio escucharon a Nixon muy asertivo y seguro en sus respuestas.
Pero la televisión era la novedad en los hogares estadounidenses y nadie en su juicio se habría perdido la oportunidad de ver a los candidatos debatir frente a sus ojos.
El pueblo norteamericano se rindió ante el primer rockstar de la política. Acostumbrados y hasta cierto punto cansados de los líderes añosos (sí, líderes tal vez experimentados aunque secos, ásperos y acartonados), los gringos decidieron arriesgarse con una apuesta más afable, sonriente y con una imagen alejada del canon tradicional.
Kennedy era la cara joven de la política, la brisa que refrescaría al viciado y corrompido sistema; el presidente que llevaría a EU a la luna (literalmente), la novedad, la sensación mundial. Y sin embargo, comparado con los payasos que actualmente dominan la escena política a nivel mundial, hoy JFK pasaría por el vivo retrato de la sobriedad, el conservadurismo, la política tradicional y la vieja escuela.
Apenas las 60 vueltas que ha dado la Tierra desde aquel trágico día en Dallas, explican el alarmante infantilismo en que ha caído el electorado a nivel mundial y que ha hecho posible gobiernos como los de Donald Trump, Jair Bolsonaro en Brasil, Boris Johnson en el Reino Unido y en buena medida, también nuestro niño septuagenario, Andrés Manuel López Obrador.
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No cabe duda de que la capacidad de asombro del espectador (elector) promedio se ha ido diluyendo con el paso de estas décadas hasta casi desaparecer, ya que cada vez más y en mayor medida, necesitamos de personajes estrambóticos, francamente carnavalescos que nos saquen de nuestra hastiada indiferencia.
Siendo la democracia algo tan imperfecto, es bastante comprensible que las sociedades vivan en una constante decepción y, en consecuencia, se dejen seducir por el personaje más pintoresco, colorido, informal, locuaz, irreverente, pensando que así le están dando un positivo golpe de timón a la situación.
Los políticos casi de cualquier nivel han entendido esto y en vez de preparación o proyectos interesantes, incluso en vez de honestidad, ofrecen simpatía (cuando no un histrionismo desproporcionado); ofrecen posturas radicales y adversariales, en vez de planes de integración de esfuerzos; y ofrecen vulgaridad porque ser culto, preparado, estudioso, espanta al electorado que ha descendido a su estado más pueril.
López Obrador, por ejemplo, es incapaz de pronunciar correctamente “New York Times” (muy probablemente de manera deliberada) y es que ¡imagíneselo hablando fluidamente en otro idioma! Eso pondría una barrera, establecería una distancia entre él y su base de adoradores.
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Hemos hablado ya de Javier Milei, un político de ultraderecha radical que ha llamado al Papa “imbécil” e “hijo de puta”, lo que no me escandaliza por su aspecto sacrílego, sino antidiplomático, desde que Francisco es un jefe de estado nos guste o no.
Hoy México tiene entre sus “presidenciables” a un junior de escasas luces, preparación y madurez que busca repetir la fórmula con que se hizo de la gubernatura de Nuevo León, quizás no para ganar la presidencia, pero sí para dañar el de por sí endeble proyecto de la oposición (ya comentaremos más sobre su candidatura).
¿Cómo es que alguien con un perfil de imbecilidad funcional como Samuel García llegó a ser gobernador y luego precandidato presidencial?
Pues todos los fenómenos aquí mencionados han sido resultado del hambre de rating de los nuevos medios digitales y los tradicionales.
Cuando estos personajes despuntan con sus ocurrencias, sus pifias, sus fallas, sus gazapos, sus destellos de ignorancia, su apariencia cómica, su personaje bufonesco, su actitud beligerante contra “la vieja política”, representan puntos de audiencia a cualquier transmisión y todos los medios quieren tenerlo como invitados.
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“¡Tráete al loquito que dice sandeces, que contesta cosas chistosas y que le raya la madre al presidente! Seguro nos levanta la audiencia”, se dicen los productores.
En un abrir y cerrar de ojos, los que se colaron a la escena política en calidad de mascotas ya son serios aspirantes a los máximos puestos de poder y el día menos pensado ya tienen hordas de seguidores incondicionales movidos por su rencor a los políticos “de siempre”. Cuando el mundo repara en todo esto, resulta que el loquito aquel que salía en un reality show o el que hacía TikToks, ya es presidente para desgracia de toda la gente.
Son hijos del rating. Los medios nos los sirven para nuestro deleite, entretenimiento y consumo, pero es gracias a nuestra falta de madurez que los tomamos en serio y terminamos por convertirlos en dueños de nuestro destino.