Ayer leí una nota que si bien no me estremeció −con pocas cosas ya se estremece uno− sí me llamó bastante la atención. Decía la tal nota algo como esto: “En México una de cada cuatro especies está en vías de extinción”.
Entiendo que la información, proporcionada por una agrupación conservacionista, se refiere a especies animales. No hay que olvidar, empero, que otras riquezas están igualmente desapareciendo. Etnias completas −los seris, por ejemplo− están amenazadas de perderse en las sombras del olvido, si me es permitida esa melodramática expresión. Lenguas indígenas había en nuestro país que ya nadie habla. Flores y frutos han desaparecido, lo mismo que usos tradicionales.
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Me preocupa por eso la suerte de ese pequeño fruto, humilde pero sabroso, que es el tejocote. No hablo de los tejocotes que se conocen en el sur, grandes, amarillos, masudos e insípidos, dicho sea sin ánimo de ofenderlos. Hablo de los tejocotes que conocemos nosotros, pequeñitos, de un color rojo tan encendido que parecen gotas de sangre, y cuyo dulzor es de beso de mujer. Perdón por este último símil que algo tiene de erótico, pero es obligado siempre relacionar lo dulce con el beso femenino.
Estos mínimos tejocotes servían para hacer una máxima jalea con cuyo sabor la de ninguna otra fruta podía rivalizar. También de membrillo se hace una jalea riquísima, pero que ciertamente no se puede comparar con la de tejocote. Mis tías elaboraban en casa de mi abuelo una jalea de tejocote tan pura y cristalina que resistía la rigurosa prueba de leer el periódico a través del vaso que la contenía, pues la transparencia era, con el sabor, la mayor gala de ese regio dulce.
Otra delicia hacían aquellas buenas tías: la conserva de tejocotes en almíbar. Labor muy laboriosa era aquella. Había que cocer los tejocotes, quitarles la delgada piel −para eso se necesitaba paciencia y uñas− y luego sacarles las diminutas y durísimas semillas, para lo cual se usaban ganchos de tejer. Luego se ponían los tejocotes en el propio jugo donde se habían cocido, y con exacta añadidura de azúcar se sometían a un fuego manso y lento. Aquella era tarea de romanas, que es más difícil y ardua que tarea de romanos, pero el resultado era paradisíaco, pues aquellos tejocotes tenían sabor de gloria. Se me está haciendo agua la boca ahora que escribo esto.
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En las huertas de San Lorenzo se daban muchos tejocotes. Desaparecieron las huertas, y desapareció también el lindo y bondadoso fruto. Ahora los tejocotes, si es que los llegas a ver, vienen de Zacatecas o Durango.
¿Tendremos que poner a nuestro tejocote −aquel pequeño, sabroso, dulce y rojo tejocote nuestro− en la lista de especies que han desaparecido ya, o que pronto desaparecerán? Esperaré a noviembre para saberlo, pues en ese mes llegan por tradición los tejocotes a Saltillo.