Eran los tiempos en que a los niños católicos se nos enseñaba a no pisar la acera de los templos protestantes. Cuando por fuerza debíamos pasar frente a uno, bajábamos de la banqueta y caminábamos por el pavimento hasta dejar atrás aquel vitando sitio, o nos cruzábamos al otro lado de la calle. Algunos, más papistas que el Papa, escupían al pasar.
En aquellos años todas las casas de Saltillo tenían dos cosas en la ventana de la calle: un caracol marino y un letrero que decía: “En esta casa somos católicos; no admitimos propaganda protestante”.
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Era la época en que se nos decía que fuera de la Iglesia no había salvación. Se usaban por aquel entonces las esquelas, luctuosos pliegos en los que se participaba la muerte de alguien. (“Esqueletas” las llamó una señora americana casada con uno de los Madero, en Monterrey. Sin saberlo hizo una greguería que a Ramón Gómez de la Serna le habría gustado mucho). Aquellas esquelas −las recuerdo aún− me impresionaban mucho. El sobre, de gran tamaño y con orla negra, llevaba un mensaje de tristeza. Algún familiar o amigo de la persona muerta iba casa por casa y dejaba las fúnebres misivas “en propia mano” de quienes conocieron al difunto. Invariablemente las esquelas decían que el finado había muerto “en el seno de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana”.
Ahora pienso que la influencia religiosa, omnipresente en la vida cotidiana, hacía que se rindiera más culto a la muerte que a la vida. Por ejemplo, cuando nacía un niño a nadie se le ocurría enviar alegres pliegos coloridos anunciando la llegada de un nuevo ser al mundo. La criada de la casa, o un hermano mayor del advenido, iba con los vecinos a decirles que ya tenían un nuevo criado a quien mandar. Eso era todo. Nada de cartulinas, ni que “Nació en el seno...”, etcétera... Lo dicho: las religiones hacen más bombo −y desde luego más platillo− con la muerte que con la vida.
Por esos años se ponía en la plaza del mercado –ahora plaza de los güevones− una mujer morena, muy morena, vestida con ropas enlutadas. Se le veía en el ángulo noreste de la dicha plaza, casi bajo del alto cedro que la colonia libanesa regaló a la ciudad en los años veinte del pasado siglo. Ahí estaba de pie aquella mujer, hora tras hora, sin moverse del mismo sitio, sin hablar. Sólo de vez en cuando decía con apagada voz una palabra:
-Atalaya.
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La decía como si no quisiera que la oyesen. Su expresión era inmutable. Sostenía en las manos algunos ejemplares de esa publicación que, después supe, era de los Testigos de Jehová. Obviamente nadie le compraba la revista. Nadie tampoco miraba a la mujer o se acercaba a ver lo que vendía. Los niños la atisbábamos de soslayo, curiosos, y quizás algún señor o señora le dirigía una mirada de hostilidad para ganar un minuto de remisión en las penas que sufriría en el purgatorio. Pero nada más.
¿Era aquella mujer una apóstol −apóstolas no hay− de su credo? ¿Le pagaban los gringos por difundir el mensaje de Jehová y sus testigos? No lo sé. Pero sigue en mi memoria, extrañamente, aquella mujer morena y enlutada, inmóvil y silenciosa bajo del alto cedro, ahí, en la plaza del mercado, silencioso recordatorio de que siempre, entre las mayorías, habrá una minoría.