Juez y parte

Opinión
/ 25 diciembre 2022

Olvídate de cuánto te costó la operación y sólo por un momento recuerda que tienes algo humano debajo de esos tremendos implantes, quiero que me contestes con la mano en el corazón ¿prefieres mantener la democracia o el statu quo? No me contestes ahora, ciérrale la puerta a tu conciencia y mantenla lejos porque esa respuesta quiero que venga de tu bolsa, no de tu corazón, acuérdate que está la línea de cash de por medio.

Tras el portazo, la magistrada quedó sumida en lóbregas cavilaciones en medio de la soledad de su deslumbrante oficina, movió con violencia el ordenador de última generación que le fue asignado por capricho y tomó asiento sobre el escritorio de finas maderas desde el cual comenzó a cuestionarse ¿debía ser ética o práctica? Era presa de un irrechazable y desenfrenado deseo que sabía por demás prohibido públicamente. Hacía tantas lunas que no se sentía tan prendada de un hombre que –incluso– llegó derramar la copa sobre la mesa de la heterosexualidad. Las mujeres no le eran indiferentes, ni ella al gremio, sin embargo, no contaban con el hosco sexapil del género masculino que tanto le embelesaba.

Ser juez y parte en lo laboral nunca le había representado un verdadero problema, llegó a conciliar descarados convenios en detrimento del vox populi, pero como todo tiene una fecha fatal, el caprichoso azar empalmó las obligaciones y las pasiones ¿sabes cuan complicado es pensar con el raciocinio en lontananza? Involuntariamente, estaba liada con el líder de la oposición, contendiente al gobierno por parte de su radical partido político y -ahora- quejoso ante lo que a todas luces era un fraude orquestado desde los despachos aledaños.

Tenía claro que era exagerado hablar de un timo electoral, pero en un sentido muy estricto lo ocurrido fue una enorme y encadenada operación fraudulenta que los partidos involucrados no hicieron nada por denunciar. En política las causas pérdidas necesitan ganar en el discurso lo que pierden en las urnas, preferentemente a través de un eje argumental dramatúrgico, por no decir apocalíptico y mesiánico, ya que –demostrado está– esos en demasía agnósticos terminan siendo los más crédulos ante los falsos cristos de los referendos.

Para su desgracia, las interrogantes que lubrican la moral a punto fangoso vienen en piara ¿mandar a la guillotina la voluntad popular o a la injusticia? Los izquierdosos perdían en ambos casos, empero, les era más deseable terminar como mártires que en el poder, puesto que les permitía mantener vigentes sus dos activos de fuste: la legitimidad y, sobre todo, el dinero constante. Más aún, a ella le atemorizaba traspapelar a su jarioso amante en turno en este agitado caudal de querellas.

Los encuentros con el innombrable personaje se fraguaban a través de teléfonos incógnitos para evitar el hackeo de los mercaderes de la información que siempre están al acecho de la nota amarilla. Estos dispositivos eran comprados a trasmano por cercanos alcahuetes amorosos –románticos e idealistas trágicos– que se excitaban ante una conchabanza doblemente ilícita. Era impensable concertar una cita a solas en el despacho del sacro tribunal que presidía, no por las sospechas del dulce amasiato, sino para evitar elucubraciones de vulgares arreglos en lo oscurito

¡Cómo si en estas tierras de dios hiciera falta la penumbra para retacar las bolsas con dinero público! No obstante, la sola idea de consumar un encuentro que aliviara las tensiones políticas sobre el elegante sillón de piel de su despacho le ponía la sangre a punto de ebullición. Se sentía vulnerable al reconocer su afición por besuquearse a escondidas con lo que engalane la etiqueta de políticamente incorrecto, el más eficaz de los afrodisiacos catados hasta entonces. No cualquiera está dispuesto a sentir el vértigo de la pasión.

Por ello, aficionada del eufemismo, decidió llamar ‘revolución de amor’ a la impiadosa guerra intestinal que desataba en sus entrañas la prolongada verborrea con la cual era hipnotizaba por aquel barbudo agitador de masas, e inconscientemente, liberador de la opresión de la libido. No cabía duda, las caricias son el opio del sufragante.

Era sabido que Javier Camberos, el ígneo líder de la izquierda, no era bien visto entre la clase política mandamás que se había apropiado de las roídas riendas estatales. Relacionarlo con la magistrada ponía en entre dicho el prestigio ideológico de ambos.

El turbio vínculo con la querida togada surgió en una fiesta de coperacha que terminó en el lecho: el único lugar decente y a la altura para impartir sentencia y defender la democracia en esta desértica tierra de caciques. Sin embargo, lejos de quedar en el acostón de una sola noche, sirvió el plato fuerte a la generación espontánea de una estoica química entre dos, sólo concebible para aquellos capaces de ver más allá del personaje que se calzan diariamente directo del closet, muchas veces a contra pelo.

La intensidad de la conexión le entusiasmaba como hace tiempo no le sucedía ni buscándolo, pero le atemorizaba verse inmersa (otra vez) en un enculamiento laboral. No era un secreto su jactancia en los avatares del romance y la atracción burocrática, era mucho más astuta de lo que se podía pensar. Solía autodefinirse como mosca muerta, dada la rentabilidad de la simulación en un mundo donde predominan las apariencias de cartón piedra.

Este bagaje no fue obtenido por exudación, sino producto de bancar ante el discreto y perseverante acoso de su jefe –un esnob transmundano–, los compañeros siempre como gatos al bofe, proveedores, visitantes, caricaturas de aspirantes a políticos y toda clase de varones insatisfechos con sus mal encaradas parejas. Se tomaba con sorna la desacreditación que hacían estos cuando la presa –ergo, ella– los cuestionaba por su estado civil o emocional.

A pesar de sus encadenadas mentiras faraónicas, tenía claro que no había uno sincero, los sabía capaces de todo con tal de lograr acostarse con ella, menos de decir la verdad. Finalmente abogada, terminaba ahogándolos en sus contradicciones y los mandaba furiosamente a bailar a Chalma en cuanto estos se paraban con encolerizada indignación del banquillo de los acusados al sentir el gélido rechazo de quien se niega a refocilar con un ser mentalmente impotente y vacío.

Paradójicamente, ni entre toda esa bien posicionada ralea encontró un vínculo tan apetecible como el que le despertaba Javi, el poeta de vodevil y defensor de la contracultura ante el comercio mercenario de las artes. Estaba ahogándose en las turbias ideas de sus deseos íntimos no resueltos cuando el horrísono timbrado del conmutador la extrajo del ensimismamiento

Licenciada –del otro lado de la línea se escuchaba la timorata voz de Rubí, la zalamera asistente de la candente funcionaria, misma que había llegado a ese puesto por recomendación corpórea de un familiar indirecto entre ambas y no por sus capacidades cognitivas u organizativas – vino un caballero de buen parecer a dejar una caja de regalo con atenciones para Eva Natividad Corpus, o sea, usted.

Luego, se hizo el silencio. Agradeció con una fingida voz de indiferencia, pues sabía quién era el remitente, pero no podía mostrarse facilota y menos ante la chismosa de la Rubí –más parecida al cascajo que a una piedra preciosa y conocida en el núcleo familiar en común como Loncha por motivos culinarios– porque haría correr la noticia del inminente arrumaco y el recadeo amoroso como agua que va. Tenía una imagen (pero sobre todo una cartera) que cuidar y no podía evaporarla de buenas a primeras, no hasta comprobar que se trataba de algo más que un simple escarceo producto de la calentura de un sarao.

La situación se tornó insoslayable y apremiante, era preciso renunciar a su vocación, pero ¿a cuál? ¿a la que le daba estatus de sibarita o a la que le hervía la sangre y le hacía sentirse viva? Una vez más debía encarar la impartición de injusticia, pero esta ocasión iba a sufrirla en carne propia, sería ella quien apoquinaría los daños a terceros; así que, en un golpe de valentía, bajo del árbol la manzana de la discordia.

¿Sí? ¿Javi? Soy Eva. Te espero en mi despacho a las 4 en punto, es la hora de salida del personal, pero saben que me quedo hasta tarde. La puerta estará abierta. No olvides echarle el seguro después de entrar.

Las cartas estaban echadas y decidió dejarse llevar. Ya habría tiempo se despeñarse irremediablemente en el barranco del desprestigio, ahora sólo le importaba hacerle honores al axioma que postula que (al igual que el amor) la justicia debe ser ciega, ahí encontró el pretexto más dulce y tentador: una alcoba a oscuras en la cual no cabría una sola urna a la que no le metan mano en el cómplice secreto que concede la penumbra.

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