La antorcha de Héctor

Opinión
/ 19 enero 2024

Nuestra ciudad está cambiando. Corremos el peligro de ya no conocerla, o de que no nos reconozca ya. Nadie recordará seguramente, por ejemplo, que alguna vez se representó aquí “La antorcha escondida”.

He olvidado ya de qué diablos trata “La Antorcha Escondida”, formidable drama de D’Annunzio. Sé que era una obra de apocalipsis con visiones de muerte y amores retorcidos. Una frase del diálogo se me grabó indeleblemente. Al hablar del abandono en que se hallaba un jardín alguien decía: “La estatua de la duquesa Loretela caído se ha”. No decía: “Se ha caído”. Decía: “Caído se ha”.

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Entre mis libros había uno pequeñito, azul, editado en Argentina. Es “La Antorcha Escondida”, de D’Annunzio. No sé dónde quedó. Me gustaría hallarlo para leer otra vez aquella tragedia decadente llena de imágenes oscuras. Quién sabe qué me diría ahora esa obra. A lo mejor ya nada. Pero no voy a buscar el libro: prefiero que sea él quien me halle a mí. Cuando un libro sabe que debo leerlo me busca hasta encontrarme. Los libros que nada tienen para mí no se ponen en mi camino. Los que debo leer me encuentran por sí solos. Cada vez que compro un libro siento un secreto vínculo que me une a él, y casi escucho que me dice: “Te esperaba. ¿Por qué tardaste tanto?”. Cada libro que tengo es una historia de amor que se cumplió.

Pero eso es cosa aparte. Lo que quiero es decir que Héctor González Morales merece el bien de la ciudad. No fue Héctor el primero que hizo teatro en Saltillo, ciertamente. Otros muchos hubo antes que sintieron el misterioso hechizo de ese ritual eterno que es el teatro, viejo ritual, mucho más viejo que la misa, y ritual nuevo, mucho más nuevo que la misa. Pero Héctor revivió algo que aquí estaba ya muerto. No fue actor -seguramente jamás pisó la escena-, pero tenía ese talento del director de teatro que lo abarca todo: el ritmo, el decorado, la composición. Sacaba de cada actor y cada actriz, como de un instrumento musical, los matices y modulaciones de los personajes.

Las ciudades no deben olvidar. Entre los hombres, el que olvida se condena a no ser recordado. Lo mismo sucede con las ciudades: si una no sabe recordar pierde raíces y se expone a perder su identidad. Quien recuerda se parece un poquitito a Ulises, que se ató al mástil de su navío para no caer en la seducción de las sirenas. Malas sirenas son las que nos piden olvidar el pasado, que –piensan- es nostalgia cursi. De olvido a soledad solo hay un paso. Pero aquel que recuerda hace nudos para atarse a la vida, y así no se lo lleva el viento.

Nuestra ciudad está cambiando. Corremos el peligro de ya no conocerla, o de que no nos reconozca ya. Debemos entonces ayudarle a recordar, como a una abuela olvidadiza, las cosas de su vida.

-¿Te acuerdas de Héctor González Morales? Sí; acuérdate. Era aquel joven alto, de temprana calvicie y raras elegancias en el vestir y el aromarse; de voz sedosa y fina sensibilidad. En un ambiente hostil, con todo en contra, escribió poesía e hizo teatro, empresas ambas peregrinas en una ciudad que nada más tenía una empresa. ¿Me preguntas qué se hizo Héctor? Ya murió. Pero que no se nos olvide: Héctor hizo algo bueno por Saltillo. Le dio alimento a su espíritu, obra que vale tanto como alimentarle el cuerpo. Entonces apunta el nombre: Héctor González Morales. Poeta. Hombre de teatro. Así nada más. Con eso es suficiente.

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