La Catedral de Zapalinamé

Opinión
/ 27 septiembre 2025

Quien concibió la obra de nuestra catedral debe haber estado loco. Imaginó un templo giganteo cuyas enormes proporciones no cuadraban con la pequeñez de la ciudad. Compárese, por ejemplo, nuestra catedral con la de Monterrey. A mis amigos regiomontanos les digo con el mayor respeto que su catedral cabe adentro de la nuestra con todo y obispo, arzobispo y cardenal.

¿Cómo empezaron nuestros antepasados la construcción de aquella ingente fábrica? Seguramente primero cavaron un foso enorme para los cimientos. Los árboles, se sabe, tienen de raíz lo mismo que de fronda. A cada árbol acompaña otro, subterráneo. Los árboles se miran a sí mismos como en un espejo puesto a sus pies. Dijo en un bello soneto el argentino Francisco Luis Bernárdez: “... Porque después de todo he comprendido / que lo que el árbol tiene de florido / vive de lo que tiene sepultado”.

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No diré, claro, que los cimientos de la Catedral tienen igual profundidad que la altura del templo. Afirmar eso sería desmesura. Pero tengo la certidumbre de que esos cimientos son más hondos que los de las casas del Infonavit.

Voy a decir ahora –nadie lo ha dicho antes– cómo se hicieron los cimientos de la Catedral.

Se necesitaban piedras, muchas piedras, para la cimentación. El cura párroco del templo dijo a los saltillenses que cada uno debería aportar tantas piedras como pecados tuviera. Por cada piedra que llevara le sería perdonado un pecado: venial, si la piedra era pequeña; mortal, si la piedra era de competente dimensión.

Los lugareños se pusieron de inmediato a juntar piedras. Hombres y mujeres por igual se aplicaron al trabajo. Curiosamente todos buscaban piedras grandes. Algunas señoras llegaban empujando, avergonzadas, enormes rocas. Cuanto más ricos eran los vecinos, mayores eran las piedras que llevaban. El mismo señor cura presentó grandes peñas; la gente se sorprendió al ver el número y tamaño de sus aportaciones.

Se acabaron así las piedras que había en el Valle de Saltillo, y los saltilleros fueron a buscarlas más allá. Todos necesitaban muchas piedras, se veía a las claras. En su búsqueda de materiales pétreos llegaron casi hasta Monclova por el norte y a Matehuala por el sur, a Monterrey por el oriente y por el occidente más allá de Parras. Quedó la vasta región sin una piedra con qué tirarle a una liebre. La gente traía sus contribuciones líticas como podía: en carretas, a lomo de mula o cargándolas en las espaldas. Pero nadie quedó sin dar su óbolo. Para realizar obras como ésta todo mundo aporta su granito de arena. No así en el caso de nuestra Catedral: aquí todo mundo aportó su piedrota.

Bien pronto se reunió todo la pedrería que se necesitaba para la obra, y aun más, mucho más. Surgió entonces un problema: ¿qué hacer con las piedras sobrantes? Los constructores fueron a tirarlas al oriente de la población. Así se formó la Sierra de Zapalinamé.

Los geólogos atribuyen a esa formación orográfica una mayor antigüedad, y dicen que es del lítico inferior, o por ahí. No es cierto. La verdadera edad de la montaña debe fijarse con acuerdo a los datos, hasta ahora inéditos, que en este artículo de carácter rigurosamente histórico he tenido el honor de consignar.

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Escritor y Periodista mexicano nacido en Saltillo, Coahuila Su labor periodística se extiende a más de 150 diarios mexicanos, destacando Reforma, El Norte y Mural, donde publica sus columnas “Mirador”, “De política y cosas peores”.

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