He ido a Encarnación de Díaz, en el estado de Jalisco. Lugar de tradición cristera es éste: en el edificio del Ayuntamiento se ve un mural donde se muestra la lucha del pueblo católico contra el Gobierno. Ahí está el lema de aquella rebelión armada en la que tanta sangre se derramó en vano: “Viva Cristo Rey”.
A Encarnación de Díaz nadie la llama con ese sonoroso nombre: todo mundo le dice “La Chona”. El gentilicio de los ahí nacidos es “chonense”. Algunos, por travesura, les dicen “chones”. Se cuenta que al llegar los autobuses de pasajeros el chofer grita siempre: “¡Bájense los chones!”. Esa inocente broma suele causar bastante risa, sobre todo en el que la relata.
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En La Chona compré un semanario. Así se llama una serie de servilletas bordadas en punto de cruz -allá dicen “cruceta”- que lleva cada una el nombre de un día de la semana. En ellas aparece una muchacha de largas trenzas negras, con la blusa corrida hasta la oreja y la falda bajada hasta el huesito, en el momento de hacer cada día una distinta faena de la casa: lavar, tender, planchar, moler el nixtamal de las tortillas, cocinar, regar las macetas y barrer. A esa colección la llaman “Las choninas”.
Encarnación de Díaz pertenece a los Altos de Jalisco. Muy cerca está Lagos de Moreno, y San Juan de los Lagos no está lejos. La Virgen de la Encarnación, patrona del poblado, tiene parentesco cercano con la de San Juan: se dice que es su prima. La imagen de esta Virgen es también pequeñita. Yo vi a un anciano rezarle con devoción. Al final de cada avemaría, dicha en voz alta, le lanzaba con la mano un beso. Jamás me había tocado ver tan expresiva forma de rezar.
En La Chona encontré un tesoro, y me lo traje. Es un mantel como aquellos que tejía con infinita paciencia mamá Lata, mi inolvidable abuela. Ya casi no veía la viejecita, enturbiados sus ojos por cataratas que la dejaron ciega finalmente y que hoy se quitarían con una sencilla operación que duraría minutos. Pero seguía tejiendo mi abuelita, y se movían sus dedos con presurosa exactitud mientras ella perdía la mirada en el vacío, donde miraba cosas que nada más ella podía ver.
Al pasar por una tienda vi el mantel y lo compré sin más. Ya casi no se consiguen, me dijo la dueña del local. Van muriendo las mujeres que los hacían, y las de ahora no tienen ya ni el tiempo ni las ganas. Pronto desaparecerá quizás este arte mujeril, igual que tantas cosas buenas han desaparecido. En la lista de las hermosas especies en vías de extinción alguien debería poner, junto al tapir y el quetzal, los manteles llamados de frivolité.
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Alguna vez, si Dios me lo permite, volveré a La Chona. Ahí nació un amigo muy querido, Servando Alba, de quien guardo entrañables recuerdos lasallistas. Un primo suyo me dice que a lo mejor en mi próximo viaje lo veré. Pasearé por la plaza municipal, en donde un sabio jardinero ha dado a los copudos árboles extrañas formas de animales. Haré memorias de la Cristiada, y evocaré antiquísimas lecturas: “Entre las patas de los caballos” y “Héctor”, novelas donde se narra con pluma encendida en fe y en rabia la gesta de aquellos mártires del pueblo. Iré a La Chona, sí, en los Altos de Jalisco, y reiré por lo bajo de aquellos que dicen que la identidad de nuestros pueblos ha desaparecido.