Chuy Garza Arocha, El Charro, inolvidable amigo, era gran narrador de anécdotas. Él me contó la que en seguida cuento.
Cierto pariente suyo sintió llegado el tiempo de renunciar a su ya larga soltería. Comenzó, igual que don Guido el de las coplas de Machado, a pensar que debía asentar la cabeza. Pero no quería a cualquier damisela para esposa. “La mujer por lo que valga, no por la nalga”, dice el sapientísimo refrán. Es decir, se ha de escoger esposa por sus cualidades morales, no por las prominencias de su cuerpo.
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Decidió entonces buscar entre las mozas casaderas del lugar a una que fuese mujer de su casa, hacedera y hacendosa. Para saber si lo era, cuando saludaba de mano a una muchacha le examinaba disimuladamente la palma por medio de un discreto tacto. Quería ver si en ella tenía callos, indicador seguro de que la joven sabía de la escoba y el trapeador, del coleador y el plumero, de la alta garrocha con la cual se quitan las telarañas de los techos.
Ninguna de las doncellas superaba la secreta prueba del señor: las manos de todas eran suaves y delicadas, como de princesa. Bien se conocía que no tenían más empleo que el no tener ninguno.
Por fin el solterón encontró a una muchacha que cuadraba con sus aspiraciones. Al tocarle la mano sintió en ella fuertes callosidades que de seguro proclamaban faenas de la casa. Después del obligado cortejo, y tras un corto noviazgo, se casó con ella.
¡Oh, decepción! La mujer le salió floja, remisa, perezosa. Se levantaba cuando el sol estaba ya en lo alto, y si movía la mano era para tapar la boca en el bostezo. La casa era un desastre por la dejadez de la dueña. Todo andaba patas arriba; todo estaba en el desorden y en el abandono.
Muy enojado fue el recién casado a presentar formal protesta ante el papá de la muchacha. Le dijo, sin andarse con circunloquios, que su hija era muy güevona.
-¿Y entonces por qué te casaste con ella? -preguntó el suegro.
Respondió el quejoso:
-Porque le sentí callos en las manos, y pensé que los tenía por trabajadora.
-Te equivocaste, pendejo -le dijo el padre de la holgazana-. Los callos se los hizo de tanto estar agarrada de los barrotes de la ventana viendo a los hombres que pasaban.
La sabrosa historieta es aleccionadora. Nos enseña a no fiarnos de las apariencias en cuestiones de amor. Y en ninguna otra cuestión.