La desaparición del Paraíso
¿Por qué temo que haya desaparecido el Cielo? Porque ya desaparecieron los aparadores de mi infancia, aquellos mágicos escaparates colmados de todas las jugueterías
Tengo una inquietud que me desvela: ¿habrá desaparecido el Cielo? Cuando éramos niños se nos prometía la morada celestial si no desobedecíamos a nuestros padres como desobedeció a los suyos La Mujer Araña, ni decíamos mentiras, ni faltábamos a misa aunque dieran en el matiné del Cinema Palacio el siguiente episodio de “La invasión de Mongo”. En cambio, no ganaríamos el eterno premio si hacíamos cosas malas. Yo me afanaba en descubrir cuáles eran esas “cosas malas”. Era demasiado temprano aún para saberlo.
¿Por qué temo que haya desaparecido el Cielo? Porque ya desaparecieron los aparadores de mi infancia, aquellos mágicos escaparates colmados de todas las jugueterías. Si esos aparadores desaparecieron, entonces seguramente el Cielo ya desapareció también.
TE PUEDE INTERESAR: San Esteban: El mártir guapo
Los niños de ahora les piden a sus papás que los lleven a Disney World, o a esquiar en Aspen o Ruidoso. ¡Bendito sea Dios! Nosotros les pedíamos a nuestros padres que nos llevaran a ver los aparadores. Llegaba papá de su trabajo a eso de los 7 de la tarde; merendaba de prisa –nosotros nos encargábamos de apresurarlo–, y luego se volvía a poner el saco y el sombrero y salíamos calle abajo, mi papá con la niña de la mano, mi madre con los niños.
Íbamos a pie. Entonces sólo unos pocos ricos tenían automóvil. Bajábamos por la calle de General Cepeda; dábamos vuelta hacia el poniente en Juárez, sin detenernos ni siquiera para echar una golosa mirada a los famosos jamoncillos de Simón; cruzábamos diagonalmente la Plaza de Armas para llegar a Ocampo y Zaragoza... Y ahí empezaba el Paraíso.
Había muchísimos aparadores en Saltillo –más de diez–, pero los mejores eran los de la Ferretera del Norte y la Ferretería Sieber. ¡Qué aparadores, Virgen Santa! Comparados con ellos todos los tesoros de Simbad el Marino, Alí Babá o Aladino eran como el presupuesto municipal de Hediondilla de Abajo comparado con las reservas de Fort Knox. Ahí muñecas; ahí pelotas; ahí patines –del diablo y de los otros–; ahí carritos de todos los tamaños, y triciclos, y bicicletas, y rifles de municiones, y sombreros y antifaces del Llanero Solitario, y mecanos, y juegos de carpintería, y dados de madera con coloridos números y letras, y boliches, y soldaditos, y tanques de guerra, y barcos, y aviones, y... y...
Y trenes... Eso era lo mejor: los trenes. Eléctricos, naturalmente, de la marca Lionel. Entiendo que se pronuncia Láionel, pero nosotros decíamos Lionél. Eran carísimos esos pequeños trenes; supongo que cada año se vendían en Saltillo uno o dos, y quizás exagero. Nosotros íbamos nomás a ver el tren Lionél –Láionel– en el aparador de la Ferretería Sieber, dando vueltas y vueltas en torno de una aldea de casas de papel cartoncillo. Con eso teníamos. Nos la arreglábamos para abrirnos paso entre el apretado grupo de espectadores chicos y grandes, todos por igual extasiados en la contemplación de aquella maravilla. Con nariz y manos pegadas al vidrio del aparador mirábamos el prodigio como en éxtasis. De cada 100 niños de mi época 101 soñaban con tener un trenecito de ésos. Nada más el uno realizaba el sueño. Por eso no me extraña conocer hoy a tantos señores serios que coleccionan trenecitos: jamás es tarde para cumplir los sueños. A veces hay que ser adulto para poder ser niño.
Todavía hay aparadores, pero los que mis ojos de niño contemplaron han desaparecido. Por eso temo que también haya desaparecido el Cielo. Las mejores cosas son las que han desaparecido ya.