Son muy pocas las series que realmente logran atraparme, pero esta sí se pasó de lanza, ¡está buenísima! Aunque debo admitir que la tercera temporada tiene, como todo, sus momentos para jetearse frente a la tele.
¿De cuál estoy hablando?, me refiero a la serie de The Bear (El Oso) que ahora ya forma parte de la colección del ratoncito feliz. Se la resumo así muy rápidamente... la serie por supuesto. Trata prácticamente de cocina, y todo lo que involucra en cómo llevar la “doble vida” de un cocinero, es decir, cómo lidiar con lo que pasa dentro y fuera de la cocina misma, todo eso con su buena dosis de comedia, drama, y todo lo demás necesario para poder crear una serie exitosa.
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Pero lo que nos ocupa el día de hoy pasa en el hermoso arranque del segundo capítulo de la tercera temporada de esta serie. Suena Eddie Vedder y durante dos minutos se puede contemplar, sin diálogos, la belleza de las horas azules de Chicago. Nadie lleva traje ni tacones ni peinados bien estilizados y no sale el sol tras uno de esos áticos de cristal desde los que se ve a la gente maleable y diminuta.
En la pantalla aparecen las caras y las manos de quienes hacen posible que cada mañana todo arranque y siga en marcha, que la ciudad exista. Panaderos amasando barras, operarios con los periódicos en la fábrica, floristas preparando ramos, limpiadoras en fila. Tortillas al fuego listas para ser servidas.
Durante 120 segundos nos acerca a la realidad de esos cuerpos escondidos el resto del tiempo, los que cruzan la ciudad en vagones bajo tierra, trabajan en la trastienda y salen a tomar aire en callejones cerrados. Ahí están, en su salón, los maestros de la rutina. Sus hombros cargan con la confianza en la posibilidad de un mañana. Suya es la liturgia del día a día.
He pensado en lo bien que dialoga ese bello homenaje con el discurso de la congresista Alexandria Ocasio-Cortez en la reciente convención demócrata. “Hace seis años estaba sirviendo tortillas como camarera en Nueva York. No tenía seguro médico. Mi familia estaba luchando contra un desahucio, lidiando con las facturas después de que mi padre falleciera inesperadamente de cáncer”, dijo Ocasio en un alegato en el que dignificó a los sin nombre ni apellidos en los pies de foto de la prensa generalista. “Amar este país es luchar por su gente, los estadounidenses del día a día, como los camareros y los trabajadores de las fábricas, y los cajeros de comida rápida, de pie todo el día en algunos de los trabajos más duros que existen”, abundó.
La congresista añadió que, por haber sido camarera, la ningunean los republicanos: “Dicen que debería volver a serlo. Lo haría encantada cualquier día de la semana, porque no hay nada malo en trabajar para ganarse la vida”.
Ahora no me gusta la política, y por obvias razones (mi nacionalidad) no se me permite votar en el país vecino, pero lo que me llama la atención es lo cruel que es ese concepto de “ganarse la vida” y qué poco se problematiza.
Las palabras de la congresista volvieron mientras seguía viendo la serie y al fin descubrí el pasado de uno de los grandes e importantes personajes de la serie interpretada por la grandísima Liza Colón-Zayas.
Allí averiguamos cómo llegó años antes a ser chef en ese restaurante, cuando el dueño la atrapó llorando mientras se comía un bocadillo como clienta. Era, en palabras del personaje, el peor día de su vida: “Nos han subido la renta. Mi marido lleva esperando un ascenso años y quizá no llegue nunca. Me han despedido. Me he presentado a todos los trabajos de la ciudad y nada. Tengo 46 años. No recuerdo la última vez que dormí”.
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En esa conversación sobre la perversa influencia del trabajo en la construcción de la identidad, la futura cocinera aclara que nunca tuvo uno soñado. “Me agobia pagar la renta y la despensa. Limpiaría el suelo, vendería lo que fuera por trabajar. Tengo que sobrevivir. No quiero salvar el mundo. Sólo quiero alimentar a mi hijo. Dame una rutina”, dice, reivindicando su dignidad. Así el dueño le ofrece un trabajo. Algo que sostenga su día a día.
Cuando vi aquello recordé cuando alguien me contó que a su padre lo habían despedido de la fábrica donde trabajó en el turno de noche durante 23 años hasta que lo jubilaron al cerrar la fábrica. Me dijo que tenía miedo a que se deprimiera y llorara.
Pero luego de un tiempo jamás echó de menos aquellas noches en vela porque se montó su propio huerto en casa y se buscó una nueva rutina, despreocupado gracias a la fantástica pensión por la que trabajó todos esos años. Esa es la dignidad que merece quien fabrica nuestro televisor, nuestro auto, quien nos sirve la tortilla. Pero al fin y al cabo, esta es solamente mi siempre y nunca jamás humilde opinión. Y usted... ¿qué opina?
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