Préndete la radio, aunque sea una vez

Opinión
/ 16 agosto 2024

Desde aquella mala resaca del celular, que ya le contaré alguna vez, he intentado moderarme, sin éxito, pero lo he intentado. Igual que hay quien está eternamente a dieta, yo ando siempre tratando de controlar mi uso del teléfono, pero esta vez prometo que es distinto.

He tenido una revelación: si es verdad que un buen día comienza en el anterior o dicho de otro modo, una jornada se empieza a torcer en la previa, la calma matutina debe basarse en la nocturna, porque la hiperconexión es una espiral ansiosa que no se interrumpe durante el sueño. Si lo último que queda en su retina al cerrar los ojos es el celular, también será lo primero que desee ver al despertarse. Y al revés, en una jornada desbocada será difícil parar al final.

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Sospecho que la clave consiste en crear una franja de seguridad de una o dos horas antes y después del sueño y defenderla de voces ajenas. Dejar pasar sólo las que decidamos previamente, porque ¿qué es eso de escuchar a extraños al azar en nuestro propio lecho sólo porque ellos así lo han decidido? Enmarcado por un buen comienzo y final, el resto del día será más sencillo y podremos mantener una conexión consciente y deliberada, que es aquella donde tomamos las riendas y no sólo vagamos por donde el algoritmo y nuestras mentes cansadas nos lleven. Así que celular fuera del dormitorio en la noche, pero también lejos del baño y la cocina en la mañana.

Pregunto con interés a ustedes, queridos lectores, sobre sus hábitos. Las noches son sencillas para mí, me gusta leer, pero las mañanas a veces se complican. “Yo escucho la radio”, me dice el amigo de un amigo durante una reunión. Según él, es de las pocas personas que no tiene un dispositivo inteligente, tampoco usa mensajería instantánea, y lo hace en una defensa radical y coherente de su tiempo en familia. Otra persona me comentó hace poco sobre la imposibilidad de recordar qué hacíamos al despertar cuando no existían los celulares. Ella imagina que se preparaba el desayuno con la radio de fondo, la banda sonora al amanecer de su casa.

Pues déjeme decirle que en la mía también fue así: mi madre apenas se despertaba y encendía la radio de la cocina, que aún está en el mismo lugar y en la misma estación que ella lo dejó. De vez en cuando, intentamos regalarle algo más nuevo, pero no se adaptó nunca.

Hoy en día todo esto ha sido reemplazado por el teléfono y no por casualidad. El silencio suena más agudo al amanecer y en la noche. Las ondas impiden que entre cualquier voz en nuestras cabezas, pero no son tan crueles como para abandonarnos a solas con la nuestra.

Poca resistencia se podía oponer ante el teléfono celular con internet, la máquina más perfecta creada hasta el momento por la humanidad para rellenar vacíos. A cambio le concedimos el poder de, si lo permitimos, invadirlo todo (siempre disponible, siempre a mano; nuestra mala hierba, nuestro parásito favorito). Porque una cosa es la compañía que proporciona la radio y otra distinta la del teléfono. Como dice Javier Montes en un ensayo corto adorable llamado “La Radio Puesta” (Anagrama, 2024), una es relajada, poco demandante; la otra, bidireccional y exigente. En una la atención es algo que sucede de forma intermitente y natural; en la otra, existe una pelea a muerte por acapararla. “Un secuestrador no hace compañía”, escribe.

Paso lista a los objetos perdidos que fueron devorados e integrados en el celular, por si merece la pena recuperarlos para defender en ellos nuestros vacíos. Es el caso de los periódicos y revistas de papel, los libros, el reloj de pulsera, el calendario, el despertador y la radio, estoy seguro de que sí.

Pero al final del día, aunque el celular puede sentirse como una presencia omnipresente en nuestras vidas, la verdadera clave está en cómo elegimos interactuar con él. No se trata de demonizar la tecnología o de añorar un pasado sin pantallas, sino de encontrar un equilibrio que nos permita disfrutar de lo mejor de ambos mundos.

Podemos redescubrir el valor de esos momentos de silencio, la simpleza de un amanecer sin notificaciones, y la tranquilidad que viene de estar presentes en nuestras propias vidas.

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Crear pequeños rituales de desconexión, como dejar el celular fuera del dormitorio o disfrutar de la compañía de un libro o la radio, no significa renunciar a la tecnología, sino más bien, reclamar nuestro tiempo y espacio. En un mundo que nos pide estar siempre conectados, elegir cuándo y cómo nos conectamos es un acto de autocuidado.

Al final, no se trata de escapar del celular, sino de aprender a convivir con él de manera saludable, disfrutando de sus beneficios sin perder de vista lo que realmente importa: nuestra paz interior y la calidad de nuestras relaciones. Porque la verdadera conexión que buscamos no está en la pantalla, sino en los momentos de calma y reflexión que creamos para nosotros mismos. Pero al fin y al cabo, esta es solamente mi siempre y nunca jamás humilde opinión. Y usted... ¿qué opina?

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