La Macuca y su último error

Opinión
/ 13 octubre 2024

In Memoriam de Antonio Martínez (La Macuca) y Laurencio Méndez (Pompilio)

Lo que decía La Macuca era ley. Su palabra nunca se puso en duda, no había manera. Nadie se había ganado la confianza de la gente como el divulgador por excelencia en Cuatro Ciénegas. Ningún político, periodista, párroco ni loco del pueblo gozaba de tanta credibilidad como él. Cualquier suceso salido de los parlantes del vocho era incuestionable. El vehículo de origen alemán y pintura blanca tejía una noticia tras otra, siempre a vuelta de rueda por las calles del municipio, cual fiel heraldo de la verdad. Hasta que una vez La Macuca dio a conocer un reporte falso.

Nadie recuerda la pifia, pero el señor Juan Antonio no quiso saber más de metáforas y ahora leía todo de manera literal. Desde entonces, en Ciénegas proliferó un culto insano por el término preciso, la versión exacta de las cosas, todo dicho al pie de la letra. La Macuca se enojó tanto por fallar en su oficio que adquirió un don peculiar para la fantasía y nadie quiso ponerlo a prueba.

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En un comienzo, la gente no le hizo notar sus equivocaciones a don Antonio por simple cortesía. Si el rodeo era la tarde del domingo, según los megáfonos más famosos del pueblo, y los organizadores prepararon todo para el sábado, la plaza de toros debía reajustar el evento a la hora y día anunciados. Enseguida, cientos de voluntades se reunían para arreglar este asunto, haciendo lugar a los toros en el patio de las casas o cerrando calles para tranquilidad del ganado.

Las pláticas de mecedora a mecedora o los cónclaves de media tarde entre vecinos, interrumpían su parloteo cuando escuchaban el típico timbre de voz y su “Señora, señora...”; pero no era con el mismo fin de antes para oír mejor la mención patrocinada. No, no, sino para guardar asientos y colaborar en el nuevo embuste. Y es que los despistes de La Macuca eran cada vez más frecuentes. Con reverencia los niños detenían la pelota a mitad del partido para abrir paso al escarabajo de la Volkswagen; pero no era nada más por metiches, sino para sumarse al equipo detrás del telón, como buenos auxiliares del mago, para crear otra ilusión.

El voceador oficial del municipio no perdió fama ni empleo por sus múltiples tropiezos y rechazo a la alegoría. Era tan grande su prestigio, casi como un patrimonio local transmitido de boca en boca, que cuando la ciudad se convirtió en centro turístico no nos quedó de otra más que mantener latente su estafa con los miles de visitantes.

Un desafío de verdad para la gente fue cuando La Macuca dispuso mal la fecha para una misa de cuerpo presente. ¡El difunto descansaba ya tres metros bajo tierra desde hace cinco días y don Juan apenas se acordó de llamar a los habitantes para despedirlo en la parroquia San José! La familia tuvo que exhumar el cadáver y ventilarlo minutos antes de su exhibición para despedirlo por segunda vez, pero ahora a marchas forzadas porque persistía la pestilencia en todo el templo.

Aun así, pese a sus constantes yerros, la gente prefería a La Macuca por tradición, nostalgia y sobre todo fidelidad, aunque el suyo era el único carro de perifoneo. Para esa época había en Ciénegas sólo un carnicero, peluquero, panadero, plomero o ferretera y aquí preferíamos crear un nuevo giro de negocio antes que provocar la discordia con el prójimo. Teníamos palabra y tanta que ya parecía poca, por lo cual el señor Juan Antonio dio rienda suelta a su imaginación con lo que había en el diccionario, gracias a su lírica innata o debilidad por la anfibología.

Cada vecino conocía las peculiaridades del marketing rodante en el pueblo; pero, si un foráneo quería contratar a Toño Martínez, un anuncio mal redactado ponía todo de cabeza. El forastero no tenía las reservas ni el cuidado de nosotros para solicitar la difusión. Nuestro emisario a cuatro ruedas era de un rigor absoluto en el mensaje, no muy instruido en el sentido figurado o tenía dislexia y, aunque nunca supimos bien a bien su desperfecto, había tal apego en La Macuca por el realismo que pronto le hacía invocar el desastre. Por estas razones, cuando le dictabas el guion del anuncio debías hacerlo sin retórica alguna y reducir a su mínima expresión, doble sentido o lenguaje alegórico. Desde aquel mítico error que nadie recuerda, don Antonio fue exhaustivamente fiel a la letra del texto y nunca se permitió a sí mismo interpretar metáforas, incluso ni la más reducida a lugar común. Eso sí, por más desorden que cometió en vida, él nunca se enteró de sus pifias. Para él su labor como pregonero fue intachable.

Los mensajes de mayor peligro eran los que tenían erratas, ya que el señor Juan Antonio se ponía a improvisar palabras. A diario los inventos de La Macuca eran amenaza de insólitas metamorfosis. Por ejemplo, una vez el carro de perifoneo convocó a una reunión general de burrócratas frente a presidencia para exigir una mejoría en sus condiciones laborales: no pidieron mejor sueldo, sino más días de descanso y más salidas a almorzar. Con sus reclamos y rebuznos al unísono, los empleados de servicio público atiborraron la calle de Venustiano Carranza y dejaron alrededor de la plaza una estela de estiércol. No sabemos si fue obra de su mitad mula o mitad humana, pero la horda de sindicalizados con orejas y cola de asno dieron a conocer sus demandas frente al palacio municipal en medio de un aire de fétida corrupción.

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Otro día La Macuca mandó al hospital a medio pueblo. Tuvo por encomienda hacer una proclama de corte religioso, ya saben, la vieja amenaza del fin del mundo para arrepentirse de todos los pecados y acudir a la misa de domingo; pero Toño Martínez confundió el término más citado de la Biblia y casi extermina a los diabéticos de la región: “Prevén y arrepiéntete de tus pecados. Ya está aquí el Azucalipsis”.

Si no había cuidado en editar, corregir y filtrar los anuncios, la pésima ortografía del cliente podía reducir drásticamente el número de habitantes. La ciudad prócer se convertía en un caos de malentendidos por la complicidad de los residentes o gracias a nuestro Melquíades del pregón, un cándido invocador de ambigüedades. Hasta que el chofer del carro para perifoneo traspasó un límite mortal. La Macuca convocó a exreinas de la Feria de la Uva para participar en un concurso de disfraces entre catrinas. Cualquiera puede concursar, remató el anuncio. Por desgracia su invitación cruzó fronteras, incluso terrenales.

La noche del certamen el profesor Pompilio tuvo que resolver el dilema, ya que su experiencia es amplia como maestro de ceremonias y también como parte del comité para resolver los enredos provocados por La Macuca —Laurencio Méndez Campos ha estado en comités de feria, junta patriótica, de la salud, de pueblo mágico y hasta en comités de comités—. Sin embargo, para no verse en disputas posteriores con la calaca, el mentor de varias generaciones recibió con reverencia a la ostentosa muerte ante el espanto de las contrincantes y relató su entrada, acorde al estilo de antaño, con elocuente solemnidad.

Cual diva del cine mexicano, nuestra Catrina se suma a la fila de competidoras, ufana, radiante y glamorosa como la noche del Día de Muertos —dijo sin revelar el nombre de la participante porque la banda de reina estaba ilegible por su tiempo bajo tierra—. Véanla, vean a nuestra altiva Soberana. Es sólo huesos porque va llegando del cementerio, ¡pero huesos gallardos! Perdona, Majestad, por esta molestia. Sabemos que tú ya no estás para estos trotes, cómputos ni jueces. Eres experta en concursos de este tipo y ya ganaste el tuyo desde que se creó nuestra tradición en Cuatro Ciénegas allá por 1932...

El esqueleto iba enfundado en un atavío de gala, imposible de replicar hoy, y se deslizó por la pasarela con soberbio paso para ser el centro de todas las miradas. Sus contendientes no podían creer que la dama de negro todavía tuviera espíritu de lucha en esos huesos lustrosos debido a los gusanos y aún ser capaz de huir del camposanto para defender su puesto.

El profesor Pompilio también era socio honorario de la Casa de la Cultura. Su memoria era prodigiosa, pero le fue difícil reconocer la hermosa pieza de sastrería —negra hasta el último hilo de su cauda— que debería estar confinada a la sala de reinas donde se exhiben los demás atuendos. Así que no pudo más que adelantar conjeturas: ¿La exreina había asaltado las vitrinas del museo dedicado a ellas? ¿Acaso se le puede acusar de robo si la aristócrata del semi desierto regresa por algo de su propiedad?

—Dignísima Catrina, rendimos pleitesía a tu paso —se inclinó Pompilio para hacer alarde de protocolo, pero con el doble objetivo de leer bien la banda de reina, toda sucia y algo raída, para reconocer a la portadora del umbrío traje—. Representas a las que con orgullo han portado cetro y corona para encabezar nuestras fiestas de agosto, pero que adelantaron su marcha hacia la gloria eterna. Gracias, Su Alteza, escapaste a tiempo de la sepultura para honrar a quienes comparten tu linaje de nobleza.

Mientras el cadáver femenino hacía gala de donaire, modelando el atavío y saludando a la gente —impactada por las cuencas vacías de los ojos y lo descarnado de su antebrazo—, el maestro de ceremonias tuvo un breve soliloquio:

¿Existe en la historia de nuestra feria la soberana que haya sido sepultada con sus prendas de monarca? Peor aún, ¿hubo a quien se le permitió concursar en ropas de luto? Me admiro y lo acepto porque, si en algún lugar del mundo dan aires de grandeza y exotismo, es en Cuatro Ciénegas. En cierta medida, con nosotros es comprensible, natural y hasta razonable la falta de cordura porque nos entró un aire. Si a alguien se le puede perturbar la cabeza por culpa del aironazo, debe ser aquí, porque lo que nos sobra es viento. Tenemos hasta cuatro, pero tres fueron bautizados como Sanjuanero, Cañonero y Preñador. Tres maneras distintas de ir a parar al manicomio.

El profesor Pompilio regresó al micrófono y continuó su discurso de entrada:

—No sacudas tu corona, Catrina. Deja que la arena del desierto caiga por sí sola y nos haga recordar nuestra fiesta entre ráfagas, vino y polvo. Tampoco bajes la cabeza porque estás a la par de otras majestades que engalanaron la plaza de toros, caminando con señorío hacia el trono. Evocamos la vez que te vimos en tu esplendor; llevabas una cauda larguísima tras de ti con tus pajes haciendo guardia al monumento de alta costura que te ceñía el talle. Uvas y más uvas, estampadas a lo largo de tu ropaje, rememoran el fruto de la parra; pero sobre todo ilustran tu afición al vino. Si levantas la falda, Catrina, no veremos tu tibia y peroné níveos hasta el tuétano, sino morados de tanto pisar uva en el lagar de las bodegas...

Detén tu salutación, querido, que parece seguirías por siempre. Tu verborrea es más anacrónica que yo y mira que soy más anciana que el tiempo. Sólo acepté la invitación de mi mayor enemigo para venir a esta pasarela. Creí que sería una emboscada, pero no hay rastro de él. Tal parece que fue su último error.

—¿Acaso Dios tiene a Cuatro Ciénegas en su pensamiento? ¿O fuimos el escenario elegido por el Maligno para una lucha encarnizada entre sus súbditos, la vida y la muerte?

—¡Cuál Dios ni qué nada! Vine por La Macuca. Estoy harto de su intervención.

El público en las gradas soltó un largo suspiro de comprensión. Años atrás previmos nuestra suerte y la aceptamos con resignación. Habíamos esperado un cataclismo de esta magnitud y la muerte en persona vino a llevarnos en fecha muy apropiada.

El profesor Pompilio quiso zanjar cualquier duda con la calaca y preguntó:

Sólo díganos, señora Muerte. ¿Qué hizo Toño Martínez para molestarla y condenarnos a todos al valle de los afligidos?Tarde nos dimos cuenta de que cuando La Macuca pasaba el anuncio por los altavoces todo se hacía real. Incluso la inmortalidad por un juego de palabras.

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Ustedes se creen muy listos e hilarantes. No pretendo ser su burla —dijo la Muerte—. ¿A poco no vieron que ya cerraron las funerarias del pueblo? Hace meses que nadie da el último suspiro en esta región... ¡para nada transparente! Allá abajo no dan las cuentas entre los que llegan y los que se van. Dicen que la palabra de La Macuca es ley, pero ustedes no fueron sonsos. Bien que le hacen caso al pie de la letra. Ahí anda el cruel pregonero dejándome sin almas por segar, ¿y aquí nadie se da por enterado? Anda por las calles abusando de una frase gastada y cursi: “Venga al museo de Venustiano Carranza. Asista y no muera por conocerlo”. ¿A poco creyeron que no descubriría el alza de visitas a las salas de exhibición, incluso en días inhábiles? Es inaudito. ¡Ningún burócrata toleraría horas extras! Entonces revisé el libro de registros y nadie es turista. Todos los nombres son de gente local. ¡Hay algunos que, para reforzar el conjuro de La Macuca, asistieron dos veces! ¿Quién osó jugar con el don que se le dio a Toño Martínez?

La revelación dejó atónita a la concurrencia hasta que se oyó la primera conversación. Hubo algunas risas y esto desató la furia de la huesuda.

—Voy a aprovechar su último error y ahora que me invitó a su rancho le callaré para siempre.

El cuchicheo aminoró cuando la Catrina apuntó con su dedo descarnado hacia el único vocho con megáfonos encima. Sin embargo, Pompilio supo sacar ventaja a buena hora.

—Espera, mi soberana del inframundo. No cedas a tus impulsos de venganza. Toma esta corona y sé la reina de la Feria de la Uva eternamente. Nadie más ocupará tu trono si perdonas la vida de este buen hombre.

—Don Juan es un peligro, no sólo para ustedes, sino para Dios padre —dijo la doncella de negro—. No sabemos hasta dónde podría llegar su encantamiento.

—Entonces hagamos un trato. A cambio de salvarle de un castigo atroz, renunciamos a nuestra potestad de seres imperecederos, si y sólo si juras que tomas a La Macuca a tu servicio como chofer. Y como tributo de paz, su Alteza, te ofrecemos corona y cetro de nuestra Feria de la Uva.

La Muerte rechinó los dientes y valoró la situación. Desde Matusalén, Noé y Adán nadie había burlado su guadaña por tanto tiempo y ahora tenía a un pueblo de doce mil habitantes con la facultad de vivir eternamente. En definitiva, no iba a pasar por otros 900 años de lo mismo. Así que muy a desgana aceptó la ofrenda.

—¡Viva la soberana del inframundo y la Feria de la Uva! —clamó Pompilio en compañía del gentío apostado en la plaza pública.

De esta forma, La Macuca conserva el espíritu en propiedad y transporta en su vocho decorado con flores de cempasúchil a la nueva reina que mutó a nuestra fiesta de agosto en un día de muertos muy anticipado. No obstante, la huesuda nunca pudo cobrar su parte ni celebrar el intercambio. Si alguien sabe huir a la deuda, aunque el abonero sea la misma calaca, es el cuatrocieneguense. Si no me creen, pregunten a las tiendas del lugar que llevaron sus pancartas de morosos a los grupos de Facebook y ni así les pagan. Además, el pueblo cuenta con un gran aliado para evitar el trueque obligatorio por naturaleza. Pese a su forma de ánima, el chofer de la Muerte no olvida su oficio y constantemente anuncia su llegada, sobre todo cuando reconoce los atardeceres de Cuatro Ciénegas. Desde entonces, el pueblo mágico pasa a ser fantasma en cuestión de minutos, porque cada vez que se oye el pregón de unos altavoces, las familias del valle se dan a la fuga ante la mirada atónita de los turistas.

No hay especie más endémica en el mundo que el cuatrocieneguense inmortal que no quiere dejar su terruño. Más famoso es aún el profesor Pompilio, que nadie sabe dónde encontrarle desde que burló a la Muerte. Ella le sigue buscando, pero siempre con el claxon de La Macuca por delante.

MIGUEL ÁNGEL GARCÍA TORRES (Monclova, 1986). Licenciado en letras españolas por la UAdeC (2009), docente de bachillerato, tallerista, narrador y exreportero. Es autor de Saltillo al ras de lona. Crónica detrás de las máscaras (Acequia Madre, 2016) y Azulado en cuarentena. Crónica detrás de una novena anunciada (2023). Fue becario del PECDA Coahuila en dos emisiones (2012-2013 y 2023). Ganó la edición VII, VIII y X del Premio estatal de cuento “Naturaleza y sociedad” en 2019, 2020 y 2022. Asimismo, fue Premio estatal de periodismo en 2009, 2010 y 2011. En el ámbito académico, obtuvo medalla de la SEP en 2022 por su “Práctica educativa implementada en tiempos de Covid-19...” y fue Premio nacional de fomento a la lectura y escritura 2016 por su club de preparatoria.

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