Apesta a marciano
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Policroma y grávida...
tu cuerpo sintetiza
un arcoíris frágil
que palpita.
Amador Peña Chávez, “Mariposa” en Tierra de sol y viento.
Muy pronto me di cuenta de que la vida apesta a mierda y no lo iba a recordar hasta hoy, a 225 millones de kilómetros de la Tierra. El olfato me hizo sentir nostalgia por una experiencia bastante perturbadora y eso era irónico, debido a mi estado actual. El sistema de soporte vital estaba por agotarse. La reserva de aire dura catorce días, pero olvidé recargarla. Así que hasta una serie de bostezos podía matarme.
Llevábamos meses sin respirar gases ni eructos en el ambiente presurizado de la nave, luego semanas adicionales en el campamento sin hedor a nada, y cuando era básico para mi supervivencia que inhalara menos aire, yo añoraba el tufo a suciedad; también la picazón en la nariz provocada por su pestilencia. Aunque estaba a la intemperie, el traje de astronauta tenía diez capas de diferentes tejidos y muchos filtros para el mal olor. Por mucho que lo extrañara, nada ni nadie me permitiría respirar siquiera el aroma de un simple pedo.
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El nivel de oxígeno estaba en su límite y el visor del casco se empañaba con el vaho de mi respiración. Intenté estar en reposo absoluto y ahorrar el suministro del tanque de respaldo; pero me asusté con el avistamiento. Una mariposa azul se posó sobre la cubierta. El cristal reforzado me libraba del contacto con ella; pero entré en pánico y consumí grandes bocanadas de aire cuando el insecto empezó a hacer un orificio en el uniforme. La pistola láser seguía a dos metros junto al cadáver del capitán.
Seríamos la primera expedición tripulada que regresa de Marte, juraron los científicos de la NASA. Por lo visto, la promesa incluía a todos, menos a mí y a nuestro capitán. Siempre creí que mi ciudad natal sería mi tumba, con un glorioso mausoleo edificado en honor para el primer viajero espacial criado entre pozas y polvo; pero debí ser más específico. Iba a morir en un planeta análogo a Cuatro Ciénegas, idéntico en dunas de yeso y bichos raros.
Después del primer amartizaje con Viking 1 y 2, ambos en 1976, Estados Unidos se puso adelante en la carrera aeroespacial. La Unión Soviética le quiso dar alcance, pero fue China quien se quedó con el segundo lugar en 2021 gracias a la sonda Tianwen-1. Dos años después, la misma República Comunista aceleró la batalla entre agencias. El rover Zhurong, vehículo robótico que aterrizó en el cráter Utopia Planitia, dio a conocer evidencias de agua líquida, gracias a sedimentos marinos sobre la llanura norte. Con estas pruebas tomó fuerza la hipótesis del océano antiguo, igual que el mar prehistórico en la cuenca de Ciénegas. Si antes soñábamos con pisar suelo marciano e hidratarnos con ayuda del hielo polar, enseguida planeamos vivir ahí.
Días antes de mi accidente, exploramos el cráter Gale de Marte y la superficie de yeso. Por ese panorama recordé a mi patria chica. También tenía en mente los paisajes retratados por Bradbury y Burroughs en su obra, y quise compararlos con los parajes de mi infancia. Esa melancolía me obligó a salir del cuartel.Nuestra misión era descongelar algún acuífero del polo norte. Antes de mi turno con la retroexcavadora, esa mañana salí a dar un paseo por el campamento. Crucé el perímetro de la zona autorizada y anduve por terreno inexplorado. Soñaba despierto con la idea de ser un colonizador, pero me alejé y caí en la zanja donde terminé atrapado. Las dos piernas estaban atenazadas por un montón de rocas. Amaneció y a kilómetros de mí continuaron los trabajos para derretir el interior del cráter.
Pensar que sería víctima de abandono me provocaba mucho estrés, pero no había razón para sentir tal cosa, ya que la patrulla de reconocimiento dejaría el lugar en dos meses. Además, la tripulación de la nave seguiría el protocolo: rastrearía mi ubicación y vendría al rescate. Por eso abrí la comunicación con la base de operaciones y reporté mi caída. Por recomendación del capitán, reduje mi consumo de oxígeno y él dijo que la tarea de extracción sería su responsabilidad. Dormité para relajar mi ritmo cardiaco.
Creí que soñaba con mi pueblo natal. Fui testigo de la destreza de una mariposa, muy parecida a la terrestre, para planear con sutileza la ferocidad del viento marciano. No podía creerlo. La delicada figura vencía el ímpetu de la corriente, capaz de dar vida a una tormenta. Entendí que el insecto era real cuando se volvió más grande por la cercanía y se posó sobre el cristal reforzado, exactamente, frente a mis ojos. En un inicio me sentí feliz porque el bicho era una imagen familiar. Me recordó a la naturaleza menos inhóspita de casa, cuando pasé mi juventud a campo abierto... Meter el pie en suelo pantanoso y oler a mierda no fue una señal para forjar mi destino de astronauta. Sin embargo, aquel muchacho no tenía idea de que la dinámica de su terruño fuera un tesoro científico a pesar del hedor. El azufre contenido en el suelo hasta la época de lluvias reveló el mecanismo para poblar el valle de gran biodiversidad. Así como el azufre era una explosión sensorial para el turista despistado que puso el pie donde no era, también el azufre fue una explosión de vida para Cuatro Ciénegas.
Escuché por radio a mis colegas y abandoné mis digresiones. Cuando miré de nuevo, ahora había dos mariposas y me sentí a merced de criaturas extraterrestres dentro de una burbuja de jabón. Aunque eran simples palomillas de Marte, temí a su fuerza y me dio otro ataque de ansiedad; inhalé y exhalé profundamente. Me mareé quizá por el desabasto de aire y me desmayé. Fue una medida afortunada para racionar el consumo; aun así, el tanque de repuesto inició la descarga de emergencia.
Las nueve misiones exitosas de Estados Unidos hasta 2030 nos hicieron pecar de confiados. Desde la sonda Viking 1 y 2, se realizaron experimentos para detectar vida en Marte, pero todos controversiales, porque se quería encontrar formas de vida similares a las de la Tierra. Nunca buscamos a seres poliextremófilos, es decir, a organismos capaces de existir en condiciones extremas y en hábitats escasos de nutrientes. Así como en Ciénegas la sequía nos expone un suelo salino, rudo y escaso de vida, en Marte también hay periodos de desabasto; pero cuando hay descargas pluviales incluso mínimas la cuenca de Cuatro Ciénegas hierve en verdor y nos da señales a ras de suelo. Ésa era la clave para prever la amenaza.
Abrí los ojos con una profecía terrible en mente.
— ¡Detengan la excavación! —dije a gritos por la radio y sólo una persona atendió mi llamado. Enseguida vi escalar al capitán por la colina debajo de mí, a unos diez metros de distancia, y lo hubiera recibido con una enorme sonrisa si no creyera firmemente en mi hipótesis. Si descongelamos el mar salado de los cráteres, podríamos liberar a una fuerza difícil de controlar.
El capitán alzó el brazo en señal de saludo y estableció por radio el punto de extracción. Sus coordenadas sirvieron a alguien más.Hubo un brote gigante de mariposas. La mole de lepidópteros escapó del subsuelo. Su prisión era el cráter bajo capas de hielo polar.
El capitán recibió de lleno el ataque de la hondonada multicolor, como si le hubiera arrollado un arcoíris. Los insectos rodearon el traje espacial en busca de algún resquicio para colarse. Tenían tal poderío, acostumbradas a las duras tormentas de arena, que penetraron el visor del casco en minutos. En un remolino de alas, se consumieron los gritos de socorro del capitán. La radio permaneció en silencio por segundos hasta que tronó la bocina del transmisor con alaridos de dolor... Yo cerré la comunicación, bastante seguro de mi suerte; pero tenía que intentarlo y llegar al transbordador antes de su despegue.Mi atuendo no era flexible, pero traté de mover mis piernas o las rocas de encima sin éxito. Luego creí que alucinaba, exhausto por mis ensayos de escape. Desde la zanja donde caí, descubrí que echaban chispas los motores de la nave.
Una ola de múltiples tonalidades alzó el vuelo hacia allá e iba a golpear la base del campamento. La tripulación, loca de pánico, seguramente abortó la misión y desertó olvidándose de mí. Por lo visto, también había olvidado apagar la radio. Nuestra comunicación por ondas atraía a las mariposas y éstas les perseguían con frenesí. Otra mancha más pequeña de lepidópteros abandonó también el cuerpo del capitán para unirse a la invasión y me dejó ver la pistola láser desenfundada. Jamás creí que la batalla que sostendría en el espacio exterior sería contra un montón de bichos que en la Tierra sólo son manchas en el parabrisas. La guerra de los mundos fue mi inspiración para reclutarme en el programa espacial y me había creado expectativas muy altas.
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Rápidamente, desprendí las hebillas y cintos de mi propulsor antigravedad; los uní en un solo lazo y empecé a pescar el arma de rayos. El calor del disparo era de mucha intensidad y podría derretir la roca. En la sexta oportunidad conseguí capturarla y taladré las piedras a punta de tiros hasta hacerlas puré. Iba a iniciar mi descenso cuando recordé el grupo de mariposas encima del campamento y su ataque al transbordador. Por eso retrocedí hasta el cadáver, giré el cuerpo y descubrí las hendiduras en el visor, después las de la piel. Casi devuelvo el almuerzo.
Imaginar la peste del capitán me llevó a otra caída igual de desafortunada en mi memoria. Cuando husmeaba en patios ajenos, apaleando nogales y correteando gallinas, me infiltré en el solar del vecino para recuperar una pelota. El suelo de su patio era falso, tenía una lámina podrida por el tiempo y fui demasiado peso para la superficie oxidada. Caí hasta el fondo de una fosa séptica. Entre cucarachas del tamaño de bolillos y ratas con pelambre erizado, pasé horas tolerando el peor trauma de mi vida.
Un rayo de sol que se reflejó en el visor del capitán me sacó del trance. Volví a la realidad y metí mano dentro del casco. Entre la mucosidad de úlceras y mordiscos, encendí la radio de su traje. Sólo hubo estática y corrí en descenso hacia el cuartel. Como si el clima en Marte fuera caprichoso, la nube negra retornó hacia el cadáver. Me crucé con la percha y el murmullo de sus aleteos me puso la piel de gallina. Aun así, corrí feliz y jadeante hasta el centro de exploración. El cebo dio resultado. Nave y colegas huyeron a salvo, dejando la base instalada y en funciones.
Ingresé al cuartel y no había nadie dentro, tampoco mariposas afortunadamente. Una luz roja parpadeaba en el monitor del cuarto de control. Había un mensaje. Mis compañeros aparecieron en pantalla y me enviaron instrucciones para sobrevivir y palabras de aliento. Juraron que mandarían un equipo de rescate; luego, entre sollozos, me ofrecieron disculpas por su partida.
El mecánico del grupo fue de mucha ayuda. Me enseñó a administrar la planta de energía y otras fuentes alternas. Hizo que desarmara cuatro cápsulas de hibernación para dotar a la mía y a otra de repuesto, con mejoras tecnológicas. Una de las cámaras me mantendría en sueño profundo hasta recibir ayuda del exterior. Por sí sola, la súper computadora inspirada en los relatos de Isaac Asimov, se haría cargo de alimentación y aseo durante mi letargo. No obstante, con todo listo para dormir, retrasé mi inmersión a la inconsciencia. Aún estaba en deuda con el capitán.
Ante la nula hostilidad de los insectos, salí a investigar. El espectro de mi análisis era limitado y se reducía al área colindante con el campamento. Hice mis últimas expediciones y experimentos antes de entrar a la cámara de hibernación. Regresé por el cuerpo de mi superior y le di sepultura; pero sobre todo recuperé larvas y crisálidas. La humedad del cadáver creó condiciones de vida semejantes a las de las cuevas aledañas e inicié su crianza en condiciones favorables dentro del laboratorio.
Por curiosidad puse en análisis una muestra del aparato digestivo de los lepidópteros y ése fue mi error. Se activó la señal de auxilio. Salí a revisar y vi el cielo más oscuro de mi vida. Sellé los accesos de la base, corrí a una cápsula modificada y me encerré ahí con todo y casco. Afuera se oían por igual el ulular de los bichos y la sirena de alarma. La nube de mariposas golpeó los muros de mi refugio espacial hasta que perdí la razón por la anestesia.
Dormí apenas tres horas en la estación de sueño profundo a causa de otro silbido fastidioso. Creí que era el equipo de rescate; pero me pusieron en alerta golpecitos al cristal blindado y ráfagas de viento. No podía ver el exterior. Había encima de la cámara una ligera película de arena. Por el parlante interno, titilaba el resultado del análisis: la dieta de la plaga incluía de todo y sus heces eran el polvo rojizo de Marte. Demostraban un alto índice de carbonato de calcio, igual que en “piedras de río” de Cuatro Ciénegas.
En pantalla se anunciaba la detección de un intruso en la cápsula. La alarma sonaba débilmente. Los insectos devoraron por completo la base de operaciones y mi estación estaba a la intemperie. A escasos minutos de mi fin, deduje el destino de todo.
¿El bicho colonizador de Marte es la evolución de nuestro espécimen en casa? Entonces, en lugar de contaminar la atmósfera de oxígeno, la mariposa conquista a través de sus heces; pero como en la Tierra su dieta es distinta, la mierda es blanca como el yeso. Una lenta acumulación de su excremento, medida idéntica a la fotosíntesis que inventaron los estromatolitos, intoxicará la atmósfera de nuestro mundo poco a poco. ¿Acaso las migraciones de la mariposa monarca son un prolongado ejercicio de reconquista para acelerar el envenenamiento?
Crujió el blindaje de la cámara de hibernación y se abrió una rendija. El aire tóxico quemó mi garganta. Tapé la fisura con mis manos; pero otra vez olió a porquería. Moscas, roedores y cucarachas pasaron por la grieta. Para tener quince años armé un buen escondite en la cabeza, menos nauseabundo que el evento real. Pero pintarlos de colores no fue útil e imaginarlos parecidos a las mariposas tampoco les quitó el hedor. Su fetidez rompió mi fantasía. Empezaré a gritar para que papá me saque de aquí.