Nos hallamos en el Ensalivadero, umbrío paraje solitario al que acuden por la noche en sus vehículos las parejitas en trance húmedo. Pirulina le dijo ahí a su galán: “No crees en el más allá, ¿verdad?”. El muchacho, extrañado, preguntó: “¿Por qué piensas eso?”. Respondió la avezada chica: “Porque nada más me pones la mano en la rodilla”... En el vino está la verdad, y en la cerveza la mitad. Beber una cerveza bien helada cuenta entre los mayores goces que en este mundo se pueden disfrutar. Así la sirven en “El Indio Azteca”, la tradicional y benemérita cantina de Monterrey, uno de los pocos reductos que a los varones nos quedan ahora que priva el justificado empoderamiento femenino. Yo digo que la mujer siempre ha estado empoderada. Su reinado sobre el sexo débil –el de los hombres– viene desde la Edad de Piedra. Ante el misterio que Goethe llamó “el eterno femenino” los señores nos doblegamos y rendimos, aunque durante siglos hayamos sostenido en público un aparente y falso dominio varonil. Tuve en pasados tiempos –por elemental motivo no diré cuándo ni dónde– una amiga que trabó relación de cama con un político encumbrado. En el momento de la pasión le decía al acezante y anheloso caballero al tiempo que se señalaba la entrepierna: “Por aquí te vas, Gobernador”. Pero advierto que estoy divagando, actividad en la cual soy sumamente diestro por haberla practicado desde que tuve uso de sinrazón. A lo que voy es a proclamar mi orgullo y alegría por la noticia que leí en Reforma en el sentido de que la cerveza mexicana es hoy por hoy la más exportada del mundo, y que la marca Corona Extra ostenta el título de la más valiosa del planeta. Buen bebedor de cerveza he sido siempre, sin por eso dejar de lado otros espíritus igualmente generosos, como el del vino o los licores. Recuerdo con nostalgia agradecida los felices días en que don Rafael Domínguez, hombre entre los más buenos que en mi vida he conocido, era director del Salón de la Fama del Beisbol Mexicano, situado en las instalaciones de la regiomontana Cervecería Cuauhtémoc. Tenía él un ayudante, Manuelito, que hablaba con supersónica velocidad. Me decía: “Prstave suarro prerleí unacitas”. Eso, traducido al cristiano, quería decir: “Présteme las llaves de su carro para ponerle ahí unas cervecitas”. Se parecía Manuelito al padre Carlos López, de Saltillo, que también se expresaba ahorrando sílabas. En vez de decir: “Bendito sea Dios” decía: “Bentosea Dios”. Salía yo de mis visitas a aquel Salón como el jibarito de otro Rafael, Hernández éste, loco de contento con mi cargamento de Carta Blancas, Bohemias, Indios y otras ambarinas maravillas. Gran fortuna tenemos los mexicanos al contar con cervezas de tanta calidad. Que eso nos compense, siquiera sea en parte, de los sinsabores que nos han causado los gobiernos que en los últimos sexenios hemos padecido, de tan baja calidad... Al lado del lecho donde su esposo agonizaba la afligida mujer clamaba con desesperación: “¡Por favor no te vayas, Leovigildo! ¡Recuerda que no me queda bien el color negro!”... La paciente del doctor Duerf, psiquiatra, le dijo tendida en el diván: “Fui maestra de Geometría, y ahora me persigue de continuo la imagen de un compás. Durante el día no puedo dejar de pensar en un compás. Lo sueño por las noches. A donde voy va conmigo, permanentemente, la figura de un compás. Eso me está volviendo loca”. “Rara obsesión la suya –declaró el analista al tiempo que se ponía una mano en el mentón, lo cual le permitía aumentar en un 30 por ciento el monto de sus honorarios–. Hábleme de su problema. Pero primero, por favor, cierre las piernas”... FIN.
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